POÉTICA DE INTUICIÓN
Y COMBATE
CÉSAR
VALLEJO
Por
Julieta Nardone
julinardone@hotmail.com
La desaforada ternura y la
proliferación aventurada de la palabra que se percibe en la Obra Poética Completa (Alianza, 2006) del
peruano César Vallejo (1892-1938), hace exactamente 74 años vienen resucitando al
hombre de carne y hueso que murió un 15 de abril: angustiado, ardiente,
desamparado, rebelde, comprometido. Un hombrecito al que vimos siempre de traje
gris y rictus taciturno; quien, no obstante, solía expresar su hondo desgarro
en el torrente sanguíneo de lo contradictorio, de lo paradójico, llegando al
despojo de señalar que hasta el dolor
dobla el pico en risa, o bien anunciando el derecho a estar verde y contento y
peligroso.
Y como la libertad también tiene su
precio, el absurdo tal vez sea el único lugar posible después de haber demolido
los viejos esquemas con mano de artesano agitador.
Tan genialmente concreto, y a menudo pueril
-en el mejor sentido de la palabra, que es, por otra parte, el más franco
sentido-; dolorido y preciso como las
crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema, o como un
domingo en las claras orejas de mi burro,
de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza).
Imposible, como ya habrán notado, hablar
de su obra sin hablar de Vallejo mismo. Esas cosas que suceden con los grandes
de la literatura, porque en él, como en muy pocos, el estilo “es” el hombre.
Arte que no se jacta de encandilar con el brillo de versos impactantes; y que resulta
plenamente novedoso porque es simple y auténtico, porque conmueve. Pura sensibilidad
y honestidad espiritual; puro ardor desesperado y humano que debió destrozar el
lenguaje, corromperlo, torcerlo, hasta lograr que al menos sugiera aquello que
no dice y que modere lo que vocifera sin nuestro entero consentimiento. Trizar
la lengua, desarticularla; y con otro puñetazo, desmantelar la lógica del
tiempo, buscar sus fisuras para dar con el revés de toda experiencia: Tengo fe en ser fuerte. Dame, aire manco,
dame ir galoneándome de ceros a la izquierda. Y tú, sueño, dame tu diamante
implacable; tu tiempo de deshora… Pero
la libertad que busca, parece sugerirnos la voz poética, no existe como
posibilidad individual; más bien al contrario, se encuentra en la interrogación
profunda que impone la condición humana misma y bajo la herida de una realidad
común, pues al fin y al cabo, a todos nos pasa esto de haber nacido para vivir de nuestra propia muerte.
Si bien en estos versos se hace manifiesta
una aventura del conocimiento, que es incluso una experiencia de los límites
–como ya han señalado algunos de sus intérpretes-, descartamos de plano caracterizarla
como una poesía que teoriza. Su palabra se afirma en lo palmario de las
intuiciones y en la materialidad de las cosas de este mundo, y como parte de la
misma realidad, se amarra también en los fantasmas y en los sueños de los
hombres.
Por otra parte, se
hace notable cómo el rechazo de la satisfecha racionalidad y las maquinarias de
la costumbre, va tomando distintas formas a lo largo de sus poemarios:
conciencia desolada frente al Padre ausente en “Heraldos Negros” (Dios mío, si tu hubieras sido hombre, hoy
supieras ser Dios); lucha sin tregua con la palabra indómita como condición
para desenmascarar la realidad en “Trilce” (Quién
hace tanta bulla y ni deja testar las islas que van quedando); un mayor acercamiento a lo coloquial, aunque con la perplejidad propia de
los grandes asuntos metafísicos en “Poemas en prosa” y “Poemas
Humanos” (Hoy me gusta la vida mucho
menos, pero siempre me gusta vivir: ya lo decía. Casi toqué la parte de mi todo
y me contuve
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra); y finalmente, la puesta en primer plano del compromiso revolucionario en “España, aparta de mí este cáliz” (Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: “No mueras, ¡te amo tanto!”).
con un tiro en la lengua detrás de mi palabra); y finalmente, la puesta en primer plano del compromiso revolucionario en “España, aparta de mí este cáliz” (Al fin de la batalla, y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre y le dijo: “No mueras, ¡te amo tanto!”).
Sin medias tintas, Vallejo
fue conciente de que hay que ser poeta
hasta el punto de dejar de serlo. Y así se pasó los años el hombre de carne
y hueso… yendo de la vida al arte, del arte a la vida. Y cierta vez, escribió
con un dedo en el aire lo que bien podría haber sido su propio epitafio: su cadáver estaba lleno de mundo.
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