Por Carina Sicardi / Psicóloga Mat.
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casicardi@hotmail.com
“Nunca es triste la verdad, lo que no
tiene es remedio”, canta melodiosamente Serrat. Y aquí se abre una temática tan
interesante como inagotable: nuestra posición ante la verdad. Si encuestáramos
a una población sobre este tema, tendríamos a un gran porcentaje respondiendo,
sin dudar, que siempre dicen la verdad. Y sería real, porque si la mentira no
aparece desde lo consciente, cada vez que nos dirigimos a otro, lo hacemos con
la certeza de mostrarle “nuestra” verdad. O sea, es una construcción propia y,
por lo tanto, susceptible de ser diferente a la de los demás.
Creemos que es verdadero lo que vemos.
La cultura de la imagen pretende triunfar sobre el discurso. Por un lado, el
video clip y el video game presentan imágenes de acción y movimientos sin
palabras. Las imágenes significan cada vez menos y son paradójicamente cada vez
más importantes.
Por otro lado, el registro del reality
show crea la ilusión de captar los hechos sin la mediación del narrador. Y es
correlativo con el “decir todo” sobre la intimidad, el sexo, etc., más allá de
los límites del pudor o de lo privado. La verdad que se muestra así, es la
verdad obscena del débil.
Si bajáramos el volumen del televisor
y viéramos las largas horas que aún se siguen dedicando a transmitir el
velatorio del presidente venezolano, Comandante Hugo Chávez, más allá de las
ideologías políticas y filosóficas coincidiríamos en que hay una gran cantidad
de personas que conforman al pueblo, rindiendo homenaje a quien ya se ha
convertido en un personaje para América Latina. Sin embargo, si nos
detuviéramos a leer el lenguaje corporal o de masa, o subiéramos el volumen
para escuchar lo que cada periodista o canal está dispuesto a decir-nos, quizás
no lograríamos coincidir en la verdad de lo que vemos: un pueblo llorando a un
líder, o el miedo de enfrentarse con el vacío de no tener ahora a quien
“comandaba”, o ser testigos de saber que realmente está muerto…
Cada uno de nosotros dará paso a su
verdad.
La pretensión de querer captar el
acontecimiento en directo, no hace más que eliminarlo. El acontecimiento para
el ser parlante no se reduce a lo fáctico o accidental, en tanto se trata de un sujeto que da sentido
a lo vivido. Es por eso que no hay acontecimiento sin el decir verdadero. Lo
que define el acontecimiento para el ser parlante, son sus consecuencias sobre
lo emocional. Ejemplo de esto es el cruce discursivo de dos sujetos contando el
mismo hecho. Aun habiendo sido ambos testigos presenciales, contarán su verdad
según el orden de importancia que tengan en el registro emocional. Hasta tal
punto que quizás ni lo podríamos reconocer como el mismo hecho.
Para aquel que no haya vivido y
sufrido el viento huracanado de aquel tristemente famoso 11 de noviembre en
Chabás, el cielo tormentoso no será tan importante como para los que tuvieron
que atravesar esa experiencia. Aunque han pasado algunos años, muchos
chabasenses se han convertido en auténticos conocedores del significado del
color y el movimiento de las nubes; pero, aun a riesgo de ser exagerados, la
inmediatez de una tormenta genera un movimiento en equipo que deja en minutos
al hospital con puertas y ventanas cerradas. Y después: “el silencio aturde
asustándome”, como dice Teresa Parodi en una canción.
Ser conscientes de la verdad no
elimina la posibilidad de enemistarnos con aquel que, a destiempo, intenta
ponerla sobre la mesa, adelante nuestro. Sobre todo si esa verdad nos vuelve
vulnerables.
La terrible tormenta existió, sin
dudas; y la muerte de Chávez también, pero el significado que cada uno de
nosotros le dé, dará paso a verdades parcializadas, que pintarán de color a ese
hecho real.
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