EL GOL
DEL CAMPEONATO
(parte I)
Por Jorge
Viera
Hay cosas que quedan grabadas en la memoria. Este es el
caso de Antonio Rubén Almada; “Almadita” en el barrio. En nuestra infancia,
vivíamos casa de por medio en el humilde Fonavi de las afueras del pueblo. La
calle era de tierra y en la cuadra de enfrente estaba el campo mismo. En la
esquina había un baldío grande donde jugábamos con los demás chicos de la
cuadra. Con Antonio, por las tardes, volvíamos de la escuela en bicicleta y no
demorábamos más de cinco minutos en sacarnos los guardapolvos y volver a la
vereda para jugar. Después volvíamos a mi casa y mi mamá nos esperaba con una
merienda abundante. Mirábamos un rato la tele y luego llegaba la fatídica hora
de los deberes. Nuestra infancia era indudablemente feliz, esperábamos cada día
con el único fin de ir a la esquina a jugar. Como éramos todos varones, casi
siempre se armaba un picadito. A pesar de ser un barrio humilde, nunca faltaron
pelotas a la hora del partido. El padre de uno de los chicos había hecho un par
de arcos de hierro en la fábrica donde trabajaba. Así se evitaba más de una
pelea a la hora de resolver si la pelota había pasado por el lado de adentro o
de afuera de esos postes imaginarios, que tenían como base una remera. Antonio
no era de jugar, él prefería sentarse a un costado y observar. Fuimos creciendo
y desarrollándonos en diferentes aspectos, pero los sábados por la tarde
confluíamos al campito de la esquina como llamados por una voz interior. Muchas
veces se agregaba gente nueva, pero básicamente éramos siempre los mismos.
Antonio se sentaba en un costado como de costumbre y ahora tenía una libreta
donde anotaba. Él decía que le divertía más ver el partido que intentar jugar.
A veces, en los cortes, me llamaba a un costado y me recomendaba cambiar de
posición o de lugar en la cancha. Yo pensaba que hubiera sido un buen director
técnico, aunque quizás no tenía carácter para eso. Era más bien retraído y
tímido, pero los comentarios que hacía sobre detalles tácticos eran muy
acertados. Al terminar los partidos íbamos a compartir algún copetín con los
muchachos a la sede del único club que había en el pueblo. Una tarde lo veo a
Antonio parado frente a un pizarrón que había adentro. Leyó, anotó algo en su
libreta, y terminó en la mesa con nosotros. Era silencioso y prudente a la hora
de hablar. Cuando quedamos solos le pregunté qué le había llamado la atención
del pizarrón. Me desvió la conversación, y en eso yo lo respetaba mucho. Pero
al día siguiente, por curiosidad, fui hasta la sede para ver de qué se trataba.
Entre los carteles informativos había una publicidad que decía: “Escuela de
árbitros”, con un teléfono para informes. Durante un par de semanas no lo vi a
Antonio, lo cual no era raro, ya que tenía entendido que estaba de novio con
una chica de una ciudad vecina. Un sábado reapareció en el campito, lo noté más
locuaz, más desenvuelto. Igual que siempre, se sentó y anotaba en su cuaderno
cosas que observaba en el partido. Cuando fuimos a la sede le pregunté qué
estaba haciendo y ahí me confesó lo de la escuela de árbitros. Se lo veía muy
entusiasmado. Al poco tiempo me llamó por teléfono y me invitó a ver su debut
como referí en un partido de infantiles. Naturalmente, fui. Antonio lucía una impecable casaca
negra, al igual que el pantaloncito y las medias. Se había peinado a la gomina
y tenía el rostro serio y circunspecto como ameritaba la ocasión, más allá de
que fuera un encuentro entre chicos de diez años. A partir de ese momento, se
dedicó a su carrera de árbitro, estudiando y perfeccionándose. Ya era muy
reconocido en la zona cuando lo llamaron para dirigir en la primera de la Liga
Regional. Todavía veo la cara de alegría que tenía cuando me lo contó. Estaba
radiante, resplandeciente, evidentemente estaba cumpliendo un sueño. La semana
previa al partido se lo notaba muy concentrado. La tarde del partido llegamos
más temprano de lo normal, con algunos amigos de la barra, a la cancha donde
debutaría Antonio en primera. El ingreso de la terna arbitral era el momento
más esperado por nosotros. Impecable como siempre, con la pelota bajo el brazo
y un andar contundente. Todos aplaudimos con la pitada inicial, algunos
plateístas nos miraron con sorpresa. No entendían qué significaba este partido
para el árbitro principal y, por ende, para nosotros. Al final del encuentro
esperamos a Antonio afuera de la cancha. Salió con su bolsito al hombro y su
inseparable libreta en la mano. Nos confesó después, en la sede, que se había
puesto muy nervioso antes de entrar en el campo de juego y que casi renuncia
antes de empezar. Con el tiempo, fue juntando experiencia y jerarquía dentro de
la liga. Le reconocían la justeza de los fallos y cómo recorría la cancha para
estar bien posicionado en todas las jugadas. A pesar de ser tan valorado y
haber cumplido con su meta, una tarde Antonio me contó que aún tenía un sueño
por cumplir. No me explicó más que eso y la verdad es que recién ahora, después
de que pasó lo que quizás no debiera haber pasado, entiendo lo que me quería
decir.
Hacía casi dos años que Antonio dirigía en la primera de
la liga cuando llegó el día que quedó grabado en el puñado de personas que
fuimos hasta Arequito a ver el partido entre Belgrano y Alumni de Casilda…
(continúa en la próxima edición)
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