AL FILO DE LAS SIERRAS
Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com
Hacía unos meses que venía planeando ese
viaje, pensando en cada detalle, el equipaje, los horarios, no debía llevar
demasiada ropa porque sólo serían unos pocos días, los suficientes para conocer
el lugar y hacer algunos paseos, conseguir material para mis apuntes,
fotografías, el paso obligado por alguna de esas casas de artesanías y llevar
algún recuerdo que seguro quedará plasmado en alguna de mis paredes para cuando
se me ocurra poder regresar con sólo una mirada.
Salí de madrugada, con toda la ansiedad que
un viaje de esos implica. Luego de un transbordo en la ciudad, el ómnibus
partió hacia destino, me acomodé como pude, arropada y preparada para pernoctar
en el gentil asiento, cerré las cortinas porque no había nada que ver, excepto
las gotas de lluvia que comenzaban a caer y dibujaban trayectos sobre los
vidrios. Todo eso hacía que el lugar y el momento fueran ideales.
Y así transcurrió la noche, una marcha
tranquila, un andar confiado, un sueño profundo y relajado.
Las primeras luces del día y el despertar de
otros pasajeros hicieron que también amaneciera, me repuse, acomodé mi cabeza y
giré varias veces mi cuello castigado, me incorpore y abrí las cortinas, los
vidrios secos, algo empañados, me devolvían la vista de un paisaje ya
distinto. Aparecieron las primeras ondulaciones, el viento más frío ya me
anticipaba la llegada; desayunamos, estiramos un poco las piernas y a seguir.
Aproximadamente eran las diez de la mañana al
momento de arribar. Bajé con mi equipaje. En breve ya estaba en la posada, una
casona de aspecto rústico, con los detalles de madera envejecida y agrietada,
pisos con baldosas coloniales con ese olor a recién lustrados, un cálido living
con sillones mullidos y un hogar encendido eran la invitación para quedarse y
calentarse un poco las manos antes de subir a la habitación.
Una vez instalada, acomodé mis cosas, tomé lo
indispensable y salí en busca de lugares por conocer. Cámara en mano traté de
plasmar -al igual que en mi retina- cada paisaje, el color, los materiales, lo
insólito y lo usual, la montaña, la pastura y el espinillo.
Formas puras, sólo líneas describiendo el
paisaje, curvas, rectas, angulosas. Me desvelaba uno de los paseos a las
sierras, todos en el lugar lo describían como una experiencia única.
Y así fue; al día siguiente de mi llegada,
hicimos la excursión. Al principio sólo fue subir serpenteando la montaña,
disfrutar las pinturas que ese lugar le ofrecía a mi entrenado ojo paisajista. Más
adelante se hacía presente una espesa neblina que nos acompañaría en el resto
del trayecto, la visión era posible a unos pocos metros, la adrenalina crecía,
neblina, precipicio. El guía relataba a cerca de la belleza imponente que
veríamos al final del recorrido. Nunca pude ver las nubes desde tan cerca.
De repente el temor se transformó en una sensación serena, placentera, un
instante inigualable. Todos los viajeros hicimos silencio a la vez,
maravillados ante ese espectáculo que nos concedían como en una complicidad,
las sierras (ya invisibles) y las nubes envolviéndonos a todos. Y créanme, al
llegar al final nos recibió el sol, solo para nosotros, las nubes por debajo y
más abajo todavía, la esperada panorámica del valle y el caserío. Se oían
exhalaciones y el disparo de las cámaras fotográficas.
Luego de un breve pasaje y unas cuantas
piedras recogidas (las mismas que hoy están en el centro de mesa de mi casa),
retomamos la ruta, en silencio, nostálgicos, admirados, felices y con la
promesa de volver a ese lugar plagado de emociones. El motor del vehículo. Bajamos.
Las postales quedaron grabadas en mi mente y vuelvo a ellas cada vez que quiero,
para recordar mi paseo por las nubes.
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