Por Alejandra Tenaglia
A ella, muchos
hombres la recuerdan con nitidez por sus esculpidas prominencias. Supe en algún
momento, que sus amigas dejaban una silla vacía en su honor, cada 20 de julio.
Supe también no sin sorpresa, de gente que le lleva flores, le acerca su
presencia, pasa a saludarla, como consecuencia de nexos que ignoraba, pero que
indefectiblemente se han armado tensamente, en lontananza.
A él, suelen
encontrarlo aún hoy, que ya lo he pasado tanto en años, en mis rasgos. Ha
dejado anécdotas diseminadas en cientos de lugares, compartidas con grupos
dispares, alojadas en vértices impensados. Suelo escapar a esos relatos, me
anudan el alma.
Ni una sola de
las palabras que escribí, desde que empecé a escribir, ha estado lejos de
ellos. Todas los llevan como velas. A veces sopla el viento, y palabras y velas
emprenden recorridos inesperados, exploran nuevas tierras, se enfangan hasta
las orejas sin importarles nada más que la búsqueda de un decir certero. Otras
veces no. Velas y viento parecen de cemento, quietos, pesados, impenetrables,
capaces de hundir al abecedario completo y todas sus variantes hasta el
mismísimo centro del planeta. Algunas palabras se animan y se sueltan, quedando
náufragas en medio del mar, asustadas y rezando para que la luna ejerza su
imperio de calendario y les agite el paso. Sin embargo, y aún sabiendo de
maremotos y tsunamis, he fundado un pequeñito y modesto océano de tinta, donde
braceamos unos cuantos sin parar. ¿Qué pensarán ellos? Lindo sería poder esperarlos
una tarde, como se hace con las visitas, con picada y vermut para ponerlos al
día de lo hecho hasta aquí. Pedirles opinión. Volver a ocupar el lugar de “la
menor” y escuchar sus sermones, esos que en la infancia intentaban reencauzar
mi andar algo rebelde y libertino.
“Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera; tengan unión
verdadera en cualquier tiempo que sea”, dice el
Martín Fierro entre sus versos. El tiempo, ese sanguinario que avanza
decapitando días, se detuvo para ellos hace 15 años. Se llevó así mi sueño de
ser tía, la distribución de las responsabilidades, la posibilidad de mirarlos
de reojo ante cada decisión a tomar, el avanzar seguro sabiéndome custodiada,
mi desconocimiento de lo profundo y dañino que puede ser el dolor, mi creencia
de que nada ni nadie podía detener a humano alguno, si la determinación lo
guiaba. “¡Cuidado! ¡Cuidado!... ¡Te vas a chocar el mundo!”, me decía
burlonamente mi hermana; se divertía con mi modo de caminar. Según ella, parecía
que me llevaba todo por delante. Tan siniestro es el destino que, cuesta
ponerle palabras. Ellos fueron los que chocaron, aquel 22 de febrero de 1998.
Hasta los pájaros dejaron de trinar aquella madrugada. Las flores se
estremecieron de espanto. El sol se ocultó avergonzado. La llovizna intentó calmar
el ardor que comenzó en el pecho y que afiebraría luego hasta el entendimiento.
Así quedó
mucho tiempo mi universo, brutalmente enmudecido.
Hoy quiero
despertarlo. Mi tesoro es la infancia compartida. Mi recurso el acomodar
vocablos unos detrás de otros forjando un sentido. Mi lugar estas páginas. Mis
lectores, ustedes.
Y en estas
líneas que a los míos les dedico, después de haber descubierto por casualidad
que además del 4 de marzo que es la celebración nacional, el 5 de septiembre es
el día internacional del hermano, va mi saludo a quienes tienen la maravillosa
gracia de disfrutar ese vínculo entrañable e impar, que puede sufrir tormentas
bravas, distancias acarreadas por las circunstancias, rupturas causadas por
intereses que deberían ser de otro calibre, traiciones malsanas y hasta por
simple desidia; pero que, siempre puede reverdecer con un chorrito de agua
fresca mientras el tallito de la vida siga existiendo.
Casi como
pastor de iglesia, me siento impelida a decirles: quiéranse, cuídense, no
pierdan la oportunidad de abrazar cada vez que lo necesiten, a ese hermano que
sus padres –y ya que está les agradecemos también a ellos-, les han sabido
procurar.
Mami (y
papi, que seguro arriba seguís leyendo el diario los domingos), gracias por Sergio
y Rosana, fueron mis laderos hasta aquel final. Desde entonces, los llevo
dentro de mí.
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