Por Carina Sicardi / Psicóloga
“Las
golondrinas dijeron adiós, y se llevaron el tiempo estival”, cantan Los Nocheros;
así parece, de a poco las vidrieras van cambiando de paisaje.
Y al igual que las golondrinas dejan de teñir
el cielo de manchitas negras, también las pieles van abandonando el dorado
color veraniego, porque si bien el almanaque nos dice que estamos transitando
el verano, la temperatura de estas semanas hace que miremos con curiosidad al
calendario, casi dudando de su veracidad.
Aquí me detengo. La verdad, es un concepto
utilizado tanto en la cotidianeidad, como en el ámbito científico. Son muchas
las personas que comienzan una frase anteponiendo: “La verdad es que…”
Como muchos conceptos, éste también fue
cambiando de significado con el paso del tiempo. Cada acepción corresponde a un
contexto histórico determinado. Pero tratar de entender qué es la verdad, lleva
a cuestionamientos casi constantes.
Es un concepto relativo, ya que en las
diferentes épocas históricas, las mismas acciones tienen una valoración
distinta dependiendo de la ley social dominante en cada momento. Está
relacionado con el poder en cada época.
Un día, entre tantas charlas de amigos que
permiten el vuelo compartido, mi compañero de café filosófico me dio un ejemplo
de lo relativo del concepto de verdad: “Si
yo, que estoy sentado frente a vos, te muestro una naranja con mi mano. Y vos
la vez hermosa, apetitosa, parejita en color aún pese a las irregularidades
propias de las imperfecciones naturales, posiblemente empieces a desear
comerla. Y pasará a ser tu objeto de deseo inmediato. En cambio yo, que la
sostengo, veo su cara enferma, aquella que la presenta reprochable, no
vendible, putrefacta… Vos sostendrás tu verdad, y yo la mía, y aquel que escuche
la descripción, pensará que hablamos de dos naranjas diferentes…”
Sostener verdades como absolutas, vuelve
necia la palabra y gris el pensamiento. Porque LA verdad, así con mayúsculas,
es un ideal. Y el absolutismo en la defensa de una supuesta verdad me lleva a
pensar en tiempos históricos que aún a la distancia, duelen. La Inquisición,
por ejemplo.
En ese caso, la verdad religiosa del poder
imperante, sostenida como dogma, planteaba que, si la bruja no confesaba su
relación con Satán, pese a las brutales torturas de las que era víctima, era
por las fuerzas que éste le daba para resistir; y si decidía ahorcarse porque
no soportaba más las torturas, era porque Satán se la había llevado para evitar
sus confesiones. Los enemigos eran considerados inferiores. Todo lo que salía
de lo usual resultaba sospechoso. Los inquisidores no admiten errores, quien es
condenado es culpable y la condena es prueba suficiente, nunca hubo un error
porque ellos concebían una única verdad, la de ellos. Incuestionable. Poderosa.
Desde la falta de cuestionamiento no hay
crecimiento posible. Y desde ese lugar de ignorancia, que ellos creen saber, se
actúa con una violencia admitida y absoluta en pos del “bien común”.
Por estas verdades hemos sufrido el genocidio
de los pueblos originarios, historia que aún duele.
Por estas verdades aún golpean las palabras “desaparecidos”,
“centro de detención clandestina”, “apropiación de hijos nacidos en cautiverio”.
Pero por aquellos que se animaron a
cuestionarlas es que hoy las “Abuelas” siguen encontrando nietos a quienes se
les había robado su identidad y su vida, y los pueblos originarios luchan
porque se les devuelvan sus tierras.
Y sabemos que la Tierra gira alrededor del Sol;
que el “yo” no es dueño en su propia casa; y que siempre es posible escuchar la
verdad de otro, lo cual posiblemente ayudará a que nazca en nosotros, una verdad
nueva.
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