JUAN RULFO
Por Julieta Nardone
Rulfo (1918-1986) pensaba que todo
escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa
mentira sale una recreación de la realidad. En otras palabras, dado que la imaginación es infinita, no tiene límites,
cuando necesitamos romper donde se cierra
el círculo contamos con el poder de la inventiva y la intuición. Ingenioso,
de ilustración despareja y con un gran oído para el habla popular del espacio campesino
y desértico de su región, escribió una única novela, Pedro Páramo (1955) y un libro de cuentos, El llano en llamas (1953).
Así las cosas, en tan sólo esas dos obras es posible leer una
clave de lo latinoamericano: la heterogeneidad simbólica y aún ética, a las que
difícilmente los documentos de la historia hayan podido penetrar con sus
herramientas discursivas. El mexicano cuestiona los estereotipos y saberes
propios de la identidad de nuestros pueblos: la tensa convivencia entre las experiencias
de sublevación y la herencia colonial y de cacicazgo. Así, el ritmo convulso de
revolución-contrarrevolución termina por inmovilizar al habitante de esas
tierras, adormeciendo su voluntad o arrojándolo a la orfandad y desamparo como
“hijo de la chingada”. El cimiento para esta compleja representación se apoya en
la imagen y la lengua lacónica de sus criaturas; en ello el escritor demuestra
–como expresa Benedetti- su habilidad para trasmitir al lector la anécdota
orgánica, el sentido profundo de cada historia; logrando los mejores efectos de síntesis y energía. Veamos, el arranque poderoso de la
novela:
“Vine a Comala porque
me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y
yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos
en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de
prometerlo todo. No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de este
modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte. Entonces no
pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo
seguí diciendo después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos
muertas. (...)
Yo imaginaba ver
aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos
de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero
jamás volvió. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas”.
En general, esta fuerza concentrada pulula en aquello que se
omite; hierve como el paisaje desolador, como el sudor de sus personajes, a los
que la humillación o el olvido se les han hecho piel y naturaleza: “Hacía
tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo”.
Se nos invita a reflexionar, de alguna manera, en que así como hay
diferencia social entre los hombres, hay también, distintos grados de
conciencia y de honra. Y en relación a esto, la escritura rulfiana no se
ejecuta a través de un narrador que evalúe, juzgue, o siquiera comente y explique
la trama. Todo está, como decíamos, en el poder la sugerencia, en el eco de la
voz singular de un pueblo. Escribir su oralidad y con ello, su pura presencia,
su visión y valores. Esa creación laberíntica y fragmentaria es también magistralmente
capturada en algunos de sus cuentos: Nos
han dado la tierra, No oyes ladrar
los perros, Luvina, para nombrar solo algunos.
Para ir cerrando, resulta simpático
recordar que ante la pregunta reiterada de por qué no continuaba escribiendo,
Rulfo –al igual que en su obra- expresaba su verdad con mentiras: “Pues
porque se murió el tío Celerino que era el que me contaba
las historias...”
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