Una foto con historia



Por Mariano Fernández

“Ahora, que sabés todo, te voy a dar algo”. No puedo recordar el momento preciso, pero con certeza fue a principios de los noventa. Tampoco sé si fueron esas las palabras exactas que me dijo la dulce mujer. ¿Ustedes tuvieron abuelas? Bueno, yo no. En realidad sí, por supuesto que tuve, pero quien ocupó ese lugar de afecto extremo fue otra persona; ella, la de la frase. Todavía hoy sigue siendo una luz en mi vida y la de mis hijos.
¿Qué era ese “todo” que supuestamente ya sabía?
Creo que tenía catorce o quince años. Se me habían aclarado muchas dudas y contradicciones que sentí desde pequeño, un mediodía en que mi viejo me contó toda la historia, cuando, según su criterio, tuve la edad para entender. “Eso”, era lo que tenía que saber.
Trajo ella, entonces, una cajita de té “La Virginia”, de esas metálicas, que hoy son el costurero de la mitad de las casas de la clase media argentina. Estaba apenas herrumbrada y tenía unos bajorrelieves donde se veía un ciervo. No sé por qué un ciervo, nada tiene que ver con el té...
Me dijo: “Cuando pasó todo, me dieron una foto para que me deshiciera de ella. A mí me pareció que una foto no podía ser peligrosa y no pude tirarla. La enterré en el patio. Y la tuve todos estos años, hasta ahora, para dártela”.
Me entregó todo dentro de una bolsa. Era una foto de esas que decían “Kodak” impreso en el marquito, junto al mes y al año.
“Kodak, nov. 1977”, rezaba, y contenía la imagen de cinco nenes sentados sobre una manta con unos juguetes, mirando desinteresadamente a algún cómplice del fotógrafo, que intentó captar la atención de los pibes, con éxito parcial. Era un patio muy verde, que tampoco reconocí, y daba la impresión de que había sido tomada en una hermosa mañana de primavera. Sólo me reconocí a mí, muy niño. Los otros cuatro eran desconocidos. Ninguno de los demás superaba los dos años. Había un rubiecito que me resultaba familiar, pero nada más. Estaba asombrado. Primero porque desconocía a los cuatro compañeros de retrato; segundo porque no podía entender por qué ella debía deshacerse de esa foto.  Su simpleza y, me animo a arriesgar, su propia ingenuidad, le impidió concretarlo. Claro, el tema no eran los niños. Eran los padres. Cuando escuché los apellidos, lo comprendí. Lo que esos padres creían, era una amenaza para unos bastardos.
Cinco pibes, en un patio. Cinco padres, que pensaron y piensan en un mundo más justo. Cinco madres también. Mi vieja, mi enorme vieja, embarazada de mi hermano, conmigo apenas caminando, golpeando puertas de comisarías, buscándolo a mi viejo. Yendo a juzgados y cuarteles. Prueba de amor, si las hay. Te quiero vieja.
A la gente no hay que buscarla en cuarteles -nunca debió haber sido necesario-; y la misma respuesta en cada puerta.
El miedo que convierte a todos en avestruces, que hace que el vecino te mezquine el saludo, porque, como decía uno de los slogans de gobierno: “el silencio es salud”.
Me llevó varios años, pero con el tiempo se atan cabos, y un día pensás: “Por esto era que ese casete que encontré un día en un remoto cajón de la misma casa que albergó la cajita de té, no podía ponerse en el equipo de audio”. ¿Prohibido? ¿A quién se le puede ocurrir prohibir la música? A los mismos que hubieran queridos ver muertos a los padres de los niños. Lo intentaron, claro está. Y si bien no lo consiguieron con ellos, sí con muchos otros. Por eso esa chomba amarillita desteñida vale tanto, porque es de ella, que debe tener un pibe de mi edad, que creció sin la madre, aún hoy desaparecida, vista con vida en febrero de 1978 en “el pozo” de Rosario (ex Jefatura, hoy Casa de Gobierno, Santa Fe e/Moreno y Dorrego). Sé que te llamás Andrés y tenés entre 37 y 39 años; y por si algún día leés esto, aprovecho para decirte que quiero verte, tengo la chomba de tu mamá.
Cuando en diciembre del ’83, volvió el orden constitucional, el día se hizo memorable. Todos estaban contentos en mi casa, en la radio pasaban música después de muchos años y en cada rincón del pueblo la gente parecía sonreír.
“Se va a acabar, se va a acabar…” Y se había acabado.
El tiempo permite desarrollar la capacidad de comprender. Ni dos ni tres demonios. Fue una dictadura asesina que necesitó destrozar a una generación brillante, a un pueblo que iba a pelear por conservar derechos conseguidos y que se le interponía en sus planes económicos. El saqueo y la expoliación del país en los años de la dictadura, fue un plan sistemático que necesitó eliminar a todos aquellos estudiantes, obreros, sindicalistas, militantes políticos, curas comprometidos, intelectuales, que se oponían a ello.
Terrorismo y de Estado. Y aunque esas dos palabras juntas, infundan terror, sé que no hay que tener miedo. Siempre fuimos más y seremos muchos más todavía. Además, no puedo darme el lujo de siquiera pensarlo. En honor a esta mujer, de coraje extremo, que conservó la foto que dio comienzo a este artículo; a mi madre, que golpeó todas las puertas que pudo; a las otras madres y las abuelas que también lo hicieron, a quienes les sobró valor y a quienes siempre respetaré por ello, más allá del camino ideológico que luego hayan tomado.
En honor a esos cinco padres y a sus esposas.
A aquellos que hicieron las huelgas generales en el 82 y que pelearon porque caiga la dictadura.
A los pibes de Malvinas que tuvieron muchos cojones.
A aquellos que no están pero vuelven en el pueblo cada marzo.
Al valor de Julio López, víctima de aquellos tiempos, desaparecido en plena democracia.  Este texto en este valiente periódico, es un homenaje a todos ellos. Y un recordatorio de que no se esconde la basura debajo de la alfombra de la historia.
Si hubiésemos perdido frente al miedo, a este texto lo hubiese censurado un coronel, aún tendríamos música prohibida, y yo… yo no me hubiera encontrado nunca más con los pibes de la foto. No hubiésemos recorrido juntos un camino, nunca más hubiese reído de los chistes del rubiecito, ni compartido tanto con el más chico, ni discutido con el más grande; nunca más hubiéramos sido… Nunca más, ni nada. Nunca más, ¡a ellos! A ellos, ¡nunca más!

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