Imágenes



Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Atardece. Las primeras luces comienzan a encenderse, amarillas en el paisaje urbano, rojas en la ruta que callada e inmóvil presta el trayecto. Se oyen solitarias algunas bocinas, alguien pasa escuchando una canción de los ochenta con los vidrios bajos, la gente saliendo a caminar a paso ligero haciendo sonar el empedrado, las chapas de la escalera esperan el andar cotidiano de los caminantes que conectados -música de por medio- la atraviesan haciéndola parte de su rutina. La quietud de los cipreses, el destello de los rieles, fundidos por el  paso del último tren.
Un chico intentando exprimir los últimos minutos en la hamaca, me preguntó qué hacía, al verme con el cuaderno, el lápiz y la cámara fotográfica. Le dije que escribía una nota sobre el lugar, y muy inocentemente, me preguntó: “¿y yo aparezco?” Me encogí de hombros y sonriéndole le contesté: “No sé, vamos a ver…” Así que para dejarlo tranquilo, le tomé algunas fotos.
La gente espera el colectivo mirando el reloj, unos surcando la paciencia, otros perdiéndola.
El estruendo de la carga pesada indicando el comienzo de la campaña, arrasando como un huracán vertiginoso, intrépido, irrumpiendo en la serenidad del crepúsculo.
La gente del bar, el olor a café, las risas. Unos cuantos pasan en bicicleta, algunos volviendo del trabajo como en bandada. Los negocios con sus vidrieras prendidas encendiendo la casi noche, el cartel de abierto espera por los clientes.
Las luces de la avenida contrastando el principio y el fin, casi solitaria, dormida, sólo en compañía de los plátanos que por estas horas, están allí como en una fotografía, erguidos, fuertes, dejando ver sus raíces al desnudo. El sonido del agua cayendo a la alcantarilla; rayando la imaginación cierro los ojos y evoco aquellos arroyitos de las vacaciones, allá en la montaña; una sirena me trae a la realidad de estos pagos nuevamente.
Cae la noche, los bancos de la plaza vacíos, sin las risas de los chicos, sin el bullicio adolescente, sin los besos de los que se quieren. El césped frío, algo húmedo por el rocío, se prepara para la calma nocturna.
“Tráeme la noche” suena en la radio, poniéndole ritmo a la caminata, todavía falta la mitad del recorrido. Pasa el nene en bicicleta -el del parque- y mirándome de reojo, me pregunta si ya terminé de escribir y le digo que no, que voy anotando en mi cabeza y así no me olvido; me mira raro, se despide con la mano, y haciendo una pirueta en la bici, se va.
Unas cuadras más adelante un bosque de eucaliptos oscurece el panorama con una sombra densa, espesa. Un emponchado pasea el perro y viceversa. Algunos entrenando; un vecino con un vasito en la mano -vaya a saber qué contiene- los mira desde enfrente y hace el pronóstico del partido del domingo, mientras otros dos hablan de política anhelando años pasados.
Ya se siente el aire un poco frío, es momento de volver; estoy bastante lejos y aprovecho para repasar el recorrido por si me perdí de algo. La luz del tren a lo lejos, los galpones, el andén, la escalera, el puente y la ruta como instantáneas; el olor de la plaza. Me desconecto el auricular para conectarme otra vez con la realidad. Algunos negocios cerrando, saludo a un vecino, unas pocas cuadras y llego para transcribir las notas y bajar las fotos, las revisé varias veces, en ninguna estaba el chico.

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