Días de otoño



Por Alejandra Tenaglia

Con sus campos verdes y pardos, la llanura, recostada y quieta, extiende un horizonte infinito a nuestros pies. El sol se yergue, la rutina es fértil, la dificultad esquiva. La pereza se traga tareas necesarias. El coraje empuja el carro con todas sus fuerzas, como si en él iría la mismísima salvación del planeta. La hipocresía naturaliza su amarga estadía. Preguntas que no. Comentarios de más. Pueriles palabras, de públicos hombres, penetrando en la plebe. No penetran la obra. La obra ya es, a pesar de los intentos por demoler. Son muecas. Fútiles gestos. ¿Puede usted oír la melodía? Allí donde la depredación calla, surge la belleza.

Los claros siempre son cuesta arriba; los rápidos son siempre cuesta abajo. La tierra negra y fecunda, de sangre indígena, de criollo errante, no olvida ni baja la vista. Húmeda, la pampa y la conciencia.
Los árboles extienden sus ramas a los pájaros. Los pájaros, extienden su vuelo forastero. Los humanos, enclavados en el mapa de la historia, tallan minuciosamente el rostro con el que se convertirán algún día en recuerdo. Una sonrisa extensa. Una mirada vulnerable de pestañeo agitado y sincero temor. Un apretón de mano dando ánimo. Una caricia oportuna renovando la fe en los demás y en uno mismo. ¿Y ese hielo en la palabra que hizo detener las agujas del reloj? ¿Y esa traición labrada con dedicación, asomando como espinas amenazantes? ¿Y ese funesto modo de andar, pisando sin importar, como si el mundo entero estuviera dispuesto para nuestros insignificantes pies? ¿Cuál es la huella que trascenderá todos los tiempos?

Encuentros, deseos, hartazgos, estallidos, pasillos interconectando emociones que vienen y van. El acaecer estrepitoso de un llanto desgarrado, con sus réplicas avanzando como batallón invasor sobre presente, pasado, futuro y eternidad. La explosión impúdica de una risa postrera que hace brotar jazmines y madreselvas en los patios de todas las casas, aún de aquellas que los cortan al ras.
La continuidad constante pero no repetitiva, reinventándose, rehaciéndose, renaciendo para volver a morir a cada paso sin dejarse aplastar por los avatares que nunca faltan, las adversidades que siempre sobran, las anomalías que nos sientan nuevamente en el banco de la escuela para, cabeza gacha, volver a aprender las tablas, los verbos, los silencios indispensables, la geografía de los caracteres y la naturaleza de actitudes indescifrables a la luz del entendimiento. El reconocimiento, gigante, de que jamás se sabe todo lo que la vida exige en su ruedo incesante. La certeza de que la soberbia es un lujo que sólo los genios se pueden dar; y que las más de las veces son los necios los que, sin sonrojarse, se apropian de ella.

Diezmados o enteros, cada uno escala hasta la cima de su propia existencia.
Acometemos. Reciclamos la morada, la piel, el alma. Recogemos el premio. Sabemos que la carroza se convertirá otra vez en calabaza. Y que llevamos los dos zapatitos puestos. Nada quedó del otro lado. A comenzar de cero. Y sin embargo, allá vamos, a fregar cantando, pateando los puñaditos de hojas secas con las que el otoño, tapiza de ocre los días de mayo.


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