Asistimos a una era en la que el valor de la
vida parece ser muy bajo. Y referimos tanto a la vida de quien se convierte en
víctima de un hecho violento como la de quien decide matar por un par de
zapatillas o golpear aún ya conseguido el botín. A eso sumamos la violencia latente
en la sociedad, que ha tomado forma en los últimos tiempos, de linchamientos
callejeros. ¿Dónde reside el origen de todo esto? ¿Por qué dimos con esta
realidad, y no con otra? He aquí, dos explicaciones que no agotan el tema pero
al menos, implican un comienzo para sentarse a reflexionar.
¿QUÉ
ES LA VIOLENCIA?
Por Pilar Deluca* / Lic. en Trabajo Social
Primer acercamiento
“Uso de la fuerza para conseguir un fin,
especialmente para dominar a alguien o imponer algo”.
Si
acudimos a nuestros viejos diccionarios nos toparemos con esta simple
definición, pero si nos detenemos unos minutos y la releemos, nos alejamos,
volvemos a leerla, comenzaremos tal vez a mirarla con desconfianza, como si
algo nos escondiera, como si algo le faltara por decir.
Siempre
hay o hubo alguien que logró poder teorizar, responder lo que a lo mejor muchos
hombres cotidianamente se preguntan. Allá por nuestros nefastos 70, un sociólogo
francés llamado Pierre Bourdie habló sobre la violencia simbólica. Para este
hombre, naturalizamos todos los días, incluso quienes se hayan directamente
sometido, diferentes relaciones de poder, las interiorizamos y las convertimos
en incuestionables, este otro tipo de violencia, no tan visible, también nos
marca los límites de nuestro pensar, percibir y sentir.
Vivimos
nuestros días atravesados por esa violencia aberrante e injustificable, esa que
no naturalizamos, esa que en un instante nos hace temer perder lo más preciado de
nuestras vidas. ¿Cómo llegamos hasta estos cotidianos días de violencia? ¿Cómo
llegamos a vivir desconfiando de nuestra sombra al caminar en la calle o a
estar expectantes y dominados por el miedo en una parada de colectivo a plena
luz del día en la gran ciudad? ¿Cómo llegamos a poner una etiqueta certera a
tales caras, formas de hablar o vestir? ¿Cómo llegamos a identificar de manera
tan segura al enemigo? ¿Cuándo fue que perdimos los “valores” y la tv nos
mostró algo de justificación al convertirnos en sendos homicidas al intentar
suplantar a la inexistente justicia? ¿Son ellos o nosotros? ¿Cuándo fue que
para ser o pertenecer había que tener? ¿Hemos sido abandonados -víctimas y
victimarios- por el Estado, a nuestra propia suerte?
¿Será esta la raíz de la violencia?
A partir de los 90 un nuevo patrón de acumulación, basado en los
lineamientos teóricos del viejo liberalismo, hegemoniza la economía mundial,
logrando imponer un nuevo orden social que transformará las sociedades de todo
el planeta. Para que este modelo económico prospere será clave la mínima
presencia del Estado en todos los intersticios del entramado social. Se le dará
paso al avasallante mercado, de allí fluirán los beneficios, a través de un denominado
“efecto derrame” en el que todos saldremos ganadores.
El gobierno de nuestro país elige ir por este mismo camino y decide
adaptarse a las normas internacionales que regían los mercados, crea
estrategias que promuevan la adaptación al nuevo contexto conducido por la
liberación de la economía y su consecuente competitividad.
A través de las políticas privatizadoras, focalizadas y de ajuste mediante
las que gobernó el menemismo, fueron castigados los sectores populares, quienes
sufren directamente las secuelas funestas de la imposición del nuevo régimen
socio- económico, cambiando su propia estructura y conformación.
Mediante legislación específica, se completó la política de
disciplinamiento de la clase trabajadora y de precarización de las relaciones
laborales, iniciada por la dictadura genocida de 1976. A través de tristes y célebres reformas laborales, se tendió a abaratar los costos y privatizar las relaciones
de trabajo. Se apostó entonces a la construcción de la figura del “trabajador
libre”, quien en soledad es capaz de llevar adelante la negociación de su
contrato de trabajo con la parte empleadora, deslindándolo así del “componente
colectivo” bajo el que históricamente creció, se forjó y se amparó. La política abiertamente antipopular del gobierno de
Menem, derriba los cimientos solidarios de “clase” sobre los que se construyó
el movimiento obrero, dando así por terminado los logros obtenidos por éste en
nuestro país a lo largo de un siglo.
Lo que restaba de nuestra industria nacional se terminó de pulverizar,
fueron cerradas miles de fábricas, perdiendo otras miles de personas sus
puestos de trabajos formales y pasando a engrosar la lista de aquellas ocupaciones
llamadas informales como lo son las changas y el cirujeo, pasando a ingresar
los sectores de los desventurados excluidos.
Se expandieron los asentamientos poblacionales irregulares (eufemismo para
denominar lo que todo el mundo conoce como villas miserias) en los alrededores
de las grandes urbes del país, se terminó de asentar el flagelo imparable del
narcotráfico junto a sus dramáticas consecuencias para casi toda una generación
venidera.
El individualismo perfora el mercado de trabajo, genera la pérdida de
derechos de los trabajadores pero también cala hondo en todos los ámbitos de
nuestra sociedad constituyéndose en el valor más actual de nuestros días.
Hacia 2003, y tras un ya lejano diciembre negro y sangriento de 2001,
Néstor Kirchner arriba al poder presidencial; tras un mandato de éste en la
administración, es sucedido por su esposa Cristina Fernández, quien en la
última elección del 2011 resultó ganadora con casi el 54 % de los votos.
A pesar de mantener el Kirchnerismo a lo largo de su década un discurso
crítico y sumamente distante hacia las políticas estructurales sostenidas
durante los 90, parecieran sus gobiernos por ejemplo, no profundizar en una
política que combata de fondo los confusos e inciertos índices de desocupación
y trabajo en negro.
A lo largo de sus 3 mandatos han enarbolado fervientemente la bandera de la redistribución económica e inclusión
social, pero no se han arriesgado en ir más allá que continuar emparchando con
políticas focalizadas a aquellos sectores menos favorecidos. No se ha acortado
verdaderamente la brecha de la inequidad para los eternos excluidos, no se los
ha logrado “incluir” ni convertir en empleables, para el mercado formal de
trabajo, transformado cuasi privilegio exclusivo.
Durante la última década se han acentuado los
contextos de marginalidad y exclusión para aquellos hijos de los beneficiarios
de la caja P.A.N. de los 80, muchos de ellos hoy, beneficiarios de la sobrevaluada
en los discursos y devaluada en lo económico, asignación universal por hijo, ¿podrán
planificar un verdadero futuro para sus hijos? ¿El Estado se encuentra
invirtiendo lo suficiente en sus infancias, en su educación, en las escuelas de
sus barrios? ¿O seguirán creciendo a través de las balas del narcotráfico que
no podría prosperar sin la conveniencia ni corrupción del poder estatal? ¿O
seguirán creciendo mientras juegan a ser un soldadito en el bunker de la vuelta
de su casa?
Tenemos un Estado que juega al perverso juego de dividir, que nos enfrenta
y abandona junto a otros que nacieron prácticamente habiéndolo perdido todo o
no teniendo nada; que predica estar de un lado que claramente no está, que
sigue dando la espalda tanto a quienes salen violentamente a delinquir como a quienes
salen a trabajar honestamente. ¿Cuándo fue que pensamos, son ellos o nosotros? ¿Cuándo
será que pensemos que ese “otro” no es tan “otro”, y que ambos fuimos
abandonados?
* Trabaja actualmente en la Colonia Hogar Enrique
Astengo (Rosario - Alvear) - Dirección Provincial de la Promoción de los
Derechos de la Niñez, Adolescencia y Familia.
DÓNDE QUEDA LA CALLE LAMADRID
Por
Anaclara Deluca
Me acuerdo que veníamos
caminando y riéndonos. O al revés. El
domingo y el verano habían dejado solas y aburridas las calles, el vientito
tímido del sur rosarino no alcanzaba y de tanto en tanto nos peleábamos por el
botín de un par de sombras finitas de paraíso que se acostaban en la vereda. El
sol fuerte de siesta barrial me daba en la cara y el ruido de la moto me
confundió, así que al principio no podía distinguir si los dos pibes nos
estaban pidiendo la hora o el nombre de un héroe de las batallas de la independencia…
“¿La calle Lamadrid? Sí, está a tres cuadras para allá”. Cuando el más alto se
levantó la remera blanca y vi el destello del revólver 38 plateado bien
apretado a una cintura de pibe de no más de 18, esa esquina y mi corazón se
detuvieron como al costado del tiempo. “Rapidito porque la mato”… Lo dijo sin
gritar pero apurado, pisándose las palabras y los pensamientos… Así fue que en
ese momento, ese brazo que nunca voy a olvidar, me dio un empujón hacia atrás
mientras le entregaba al pibe un par de porquerías que teníamos encima: plata y
un celular que al mes siguiente ya no sería el último modelo. Cuando se fueron,
mi mejor amigo me secó las lágrimas con su pulgar y su antebrazo, puteó con
todos los vocablos del lunfardo argentino, nos abrazamos y dijimos que nos
queríamos. Mientras, yo pensaba que en el mundo, a pesar de ese terrible
momento, seguía teniendo lo que más amaba: después de todo, en las billeteras
no se habían llevado el amor de mi familia, de mis amigos, ni la sonrisa de mi
sobrino recién nacido. A los pocos metros, una voz milenaria y entrecortada se
escurrió desde una casa fortificada con unas rejas infinitas y puntiagudas para
ofrecerme un vaso de agua. Detrás de los barrotes de su casa/jaula, la señora
había sido testigo de este episodio que según su impresión no hacía más que
alargar las crónicas de robos y arrebatos que se comentaban en las charlas del
almacén del barrio junto con el partido del domingo.
Bajo
el mismo cielo
Esa noche, me senté en
la terraza mirando para arriba, así como esperando que la tristeza y el vacío
que me había dejado la experiencia se vayan con la luna. Como queriendo que los
ladridos del perro del vecino ahuyenten la paranoia y el miedo que me
convertirían en una chica desconfiada… En cambio no podía dejar de pensar en
ese pibe que por unos pesos y un aparatito estuvo dispuesto a rifar mi vida. Y
el lunes me encontró sin poder culpar por eso a su color de piel, su forma de
vestir, el modo en que me habló o el material con que están hechas las casas
del barrio que lo vio nacer. Para mí, su revólver apuntando a mi ombligo no
tenía que ver con sus zapatillas multicolores, la música que escuchaba o su
gorra desteñida sino con el abismo social que hizo que dos jóvenes que
andábamos bajo el cielo de la misma ciudad, él y yo, dos personas que años más
años menos compartíamos una misma generación, nos convirtiéramos uno en
asaltado y otro en asaltante.
¿Quién es este pibe?
¿Quién fue mi ladrón? Nunca supe su
nombre pero, señoras y señores, les presento aquí al nieto de las comunidades de
pueblos originarios del Chaco desterradas por el desmonte, el monocultivo de
soja y la pobreza, radicados en Rosario a partir de los ‘80 en condiciones
infrahumanas, fundadores de las villas más castigadas de los suburbios,
engalanados por la tuberculosis y sostenidos por el cirujeo de la mugre que
desecha el resto de los rosarinos. Les presento al hijo de los desocupados que
dejó el desmantelamiento del cordón fabril rosarino en los ‘90 gracias a Obeid
y Reutemann. Les presento al primogénito de la destrucción de la industria
nacional que propuso la dictadura de los 70. Les presento al adolescente que
engendró la privatización del menemismo y el negocio del narcotráfico, que hace
más rentable poner un bunker de cocaína que un almacén. Es el viejo niño que
vio la destrucción de su escuela pública y la precarización docente. Que vio
sus clubes de barrio fundirse en la corrupción y el individualismo. Que conjuró
el sinsueño y sindeseo que propaga la pobreza con la anestesia de la droga. Y si
queremos una mirada más universal, les presento al exponente más acabado de la
exigencia de consumo y egoísmo-egocentrismo que propone el capitalismo perverso
y desalmado de la era de la posmodernidad: tener cosas, y tenerlas a toda costa
para ser amados y valorados por nuestros pares.
Hasta
aquí llegamos
Durante más de treinta
años vimos desfilar vertiginosamente estos hechos que amasaron la pobreza de
muchos argentinos. Algunos, los enfrentaron y resistieron desde la arena de la
historia entregando su vida en la lucha contra estos flagelos. Una parte
permaneció narcotizada por algunos periodos de bonanza mentirosa y parciales
éxitos individuales. Otros, decidieron mirar lo que pasaba detrás del cerrojo
de sus casas pensando que el coletazo no los alcanzaría mientras las rejas
fueran altas y la alarma sonara fuerte.
Pero hasta aquí
llegamos. Un día íbamos caminando y riéndonos mientras el sol nos pintaba la
cara y la historia nos estalla en los ojos como pidiendo factura. En medio de
la confusión, el dolor y la apatía, algunos intentan responderle equivocadamente
reventándole a patadas el cráneo a un ladrón, enchastrando la calle no sólo con
su sangre sino con nuestra indignidad y fracaso humano. Cada suela marcada en la cara de alguien nos aleja un
paso más de la justicia y la libertad. Cada tabique que rompen los
protagonistas de un linchamiento nos deja sin embargo más ciegos como sociedad
ante las raíces del problema. Y se equivocan quienes piensan en estos actos
como típicos del salvajismo animal o la organización social tribal incivilizada: en todo el historial de la
Etiología no deben figurar animales que se destaquen por estas actitudes con
sus congéneres. Ni en los tratados de la antropología más reaccionaria y
eurocéntrica del siglo XIX deben constar casos
de tal saña y violencia.
Mientras tanto los
medios de comunicación dominante no encuentran en todo el vademécum de
conceptos sociológicos algo, una palabra políticamente correcta para definir
este caos medieval en el que estamos inmersos, y eso es, primero porque no
existe, segundo porque eso les obligaría a reconocer, que este sistema de
dependencia externa y desigualdad interna es, cíclica y esencialmente injusto.
Entonces hablan de “Ausencia del Estado”, como si el mismo fuera un adolescente
que se ratea de la clase de historia porque no se sabe los nombres de la
Primera Junta. Al contrario, yo veo al Estado presente más que nunca en la
represión de la protesta social, en el mantenimiento de los jueces corruptos,
en la(s) maldita(s) policía(s), en el abandono del sistema penitenciario donde
no existe posibilidad alguna de que un sujeto recupere su dignidad mas sí logre
un doctorado en delincuencia. Por eso, mientras usted está solito frente a la
góndola “cuidando” el precio de la lata de tomates, o denunciando otro robo en
la máquina de escribir invisible de la comisaría más cercana, el Estado está…
negociando con los chinos la sangría de riquezas por el Paraná, o con el FMI o
con la banda de narcotraficantes Los Monos avisando los allanamientos casi con
invitaciones de un cumple de quince. Modelo de dependencia socioeconómica,
exclusión social, justicia corrupta, estructura policial putrefacta. Yo no me
atrevería a pensar que en este contexto me voy a cruzar un día de estos a
Alicia persiguiendo al conejo blanco rumbo al país de las maravillas por más
que el INDEC insista en los índices de pobreza tipo Estocolmo.
Nuestra
miseria
Y yo vuelvo a subirme a
la terraza, a mirar para arriba y preguntarme… ¿Por qué festejamos la elección
de Francisco I pero no podemos soltar a un pibe reducido y desmayado en la
vergüenza de nuestro asfalto, que ya sangra por los oídos y le pintamos la
mitad del cuerpo de violeta? ¿Por qué decimos “nosotros contra ellos” cuando
ese pibe también nos pertenece? Su
tragedia es la nuestra. Él es cada fábrica y taller cerrado. Cada
escuela derruida. Cada malversación de fondo estatal con cada político
corrupto. Cada río envenenado por la megaminería es su cuna. Por cada punto de
interés de la deuda externa y con cada coima policial él nace una y otra vez.
Molamos entonces a
palos, golpeemos, rompamos con fuerza, pero no a este pibe sino a nuestras
cadenas.
Porque no lo sabemos: él
vive a una, diez, un millón de cuadras de casa, pero nos pertenece. Su madre,
su padre. Es nuestro pibe. Lo que nos pasa. Nuestros errores, nuestra miseria.
Nuestra indiferencia. Nuestra historia no resuelta.
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