Por Carina Sicardi / Psicóloga
Un día común. Uno de esos que no
parece marcar nada en el almanaque, simplemente un lento pasar de horas con la
sola presencia de lo cotidiano, casi sin esperar que algo venga a modificar ese
ritmo parejo, un pentagrama señalando sólo las negras…
Esos días en que tímidamente pareciera
asomar el invierno, con el gris aún de un otoño que no quiere abandonarnos, que
retrasa su partida como aquellos amantes que eternizan el saludo final sabiendo
que el tiempo pondrá pausa a este encuentro de los cuerpos.
Cual inevitable bisagra, el mediodía
nos apura los pasos, se agudizan las miradas a los impiadosos relojes, y a los
seres humanos que no parecen darse cuenta que “llegaron las doce” y aprovechan
para contarle al carnicero victorias y derrotas de tiempos idos.
Pero ese día como cualquier otro, con
los ruidos tan conocidos que forman parte de una música de fondo, de repente,
acelera el ritmo conmoviéndome; cruzar la calle fue una odisea, hasta mi
tranquila calle parecía el dibujito animado “Los autos locos” que veía cuando
era niña. Autos, bicicletas y motos, en inquieta peregrinación, tomaban rumbos
diferentes.
De repente, al llegar a casa, cambió
el paisaje; el pentagrama, que minutos antes había completado compases con
corcheas, fusas y semifusas, se llenó de silencios…
Eran las trece horas, y el pitazo
inicial del partido Argentina-Nigeria, marcaba que se estaba disputando el
Mundial de Fútbol Brasil 2014, cuatro años esperado, discutido, y jugado con
palabras; cuatro años tejiendo y destejiendo historias y saberes; cuatro años
de guardada argentinidad…
Los sones del Himno Nacional
Argentino, hinchan el pecho de emoción; y el canto popular le agregó letra a la
ya escrita y luego recortada de Vicente López y Planes, así, en singular,
acompaña casi afinadamente a la otrora introducción musical de Blas Parera: ¡¡¡oooooh!!!
De pie, con las manos en el pecho y
lágrimas en los ojos, y el estadio brasileño teñido de celeste y blanco,
resuena esta nueva versión de la canción patria.
Malintencionados comentarios: “Che, ¡los
jugadores no cantan el himno!”… ¿Cómo hacerlo si, debido a la duración del
mismo, sólo se escucha la introducción no cantada? Es que algo hay que decir,
hay que completar tanto tiempo televisivo y radial al aire, y la tan esperada
genialidad parece no congeniar con la competencia (a veces tampoco con la
inteligencia).
Aprovechando el silencio y la quietud,
llevo a mi hijo a ver el partido de un amigo, y nos recibe un griterío de
camisetas albicelestes: ¡¡¡¡¡Goooolllll!!!!!
Cuatro años atrás, estos pequeños
amigos habían compartido la misma experiencia; una foto subida a las redes
sociales me lo corroboró. Y allí estaban nuevamente, con las caritas cambiadas,
pero con la misma inocencia en la pasión, simplemente conectados con el sentir…
Ese sentir, que más allá de tácticas y
estrategias, de complicados teoremas en donde el fútbol se convierte en ciencia
incomprobable, los hermana sin cuestionamientos. Por un rato, eso sí; pero
camisetas del mismo color que nos hace reconocernos en cualquier lugar a donde
la vida nos lleve, se funden en un abrazo que deja de lado cotidianas
diferencias.
No sé si está bien, trato incluso de
no cuestionármelo, millonarias piernas aseguradas, intereses que alejan del
potrero, dinero que mancha camisetas, poder que enluta pasión… No lo sé…
Lo que sí sé, es que no olvido mi
infancia de mundial ‘78, cuando no sabía qué escondía ese evento que pasó
históricamente a ser nefasto. Yo recuerdo a la bandera argentina que flameaba
con orgullo porque me la había regalado mi papá, a mi hermanito que lucía un
conjuntito de bebé con la estampa del gauchito…
Como hoy, que recordaré las caritas
cambiadas en los rasgos pero no en los gestos, de esos niños, mis niños, que
más allá de las “adulteces”, festejaron felices el triunfo de un partido de
fútbol, pero también el de la pasión, su argentinidad y fundamentalmente, el de
una amistad que llegó para quedarse.
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