Capítulo XLIV del libro “Las Tumbas”
Por Enrique Medina
Me subieron junto
con otros a un colectivo enorme. Grité, pataleé, me tiré al suelo; me
amasijaron y me tiraron en un asiento. El Detective se sentó a mi lado
aplastándome contra la ventanilla. Martínez habló con Cara de Remolacha. Se
acercó a la ventanilla. Me alcanzó un Rayo Rojo y dejó la mano extendida,
levantó las cejas y me dijo:
-
Chau Pollo…
Cuando le
estreché la mano chamuyó bajo:
-
Escapate.
El motor del
colectivo enorme rezongó y empezó a moverse.
-
Chau Martínez.
Saludé con la
mano a la barra y todos saltaron y gritaron. Cruzamos el portón que tantas
veces había subido para salir a pasear. Miré a los que venían conmigo. Algunos
eran medianos y otros pendejitos. Los pendejitos todos boluditos. ¿Qué era lo
que había hecho mal?... ¿Había sido yo el que había fallado, o había cosas en
la vida que no se podían controlar?... Me rompía el mate desmenuzando las ideas
pero no encontraba respuesta. Pensé en la barra. ¿Me volvería a reunir con
ellos? Los recordé a todos, uno por uno. Todos sonreían. ¿Los volvería a
ver?... Miraba por la ventanilla y en lugar de ver el paisaje, los veía a ellos
despidiéndome a los saltos, saludándome como si yo fuera a pelear por el título
mundial de los pesos pesados. Mantenía el Rayo Rojo abierto en la misma página
pero no podía leer. ¡Martínez me había venido a dar la mano! Él, que no se
hubiera rebajado ni ante su propia vieja, ¡me había venido a dar la mano!...
Mentalmente lo vi jugando al fútbol, en la clase, en nuestras escapadas, cuando
nos poníamos a caminar solos alrededor de la pista y parla que te parla, cuando
armamos la barra, cuando vencimos a la otra barra… ¿Cómo pude haber sido tan
boludo de enojarme con él? No lo podía entender. Era inexplicable. Tan
inexplicable como el hecho de no poder sacar de mi mente la última imagen de la
tumba: el enorme ventanal de la galería de los talleres con casi todos los
vidrios rotos, solamente quedaban tres vírgenes, como decía el Jorobado
Mendoza. En el techo de la chanchería, Martínez y yo organizábamos el futuro.
El nuestro y el de la barra. Por supuesto, lo mejor era para nosotros. ¡Mi
Dios, los planes que habíamos hecho para cuando fuéramos grandes!... ¡Carajo,
no podía ser que todo se fuera a la mierda por la hijaputez de unos guachos
hijos de mil putas! No, claro que no, seguro que a él también lo trasladarán y
el día menos pensado nos encontraríamos en otra tumba y entonces sí… ¡cuidado
mundo!, ¡ni Cristo nos detendría!
Un dolor de
cuchillo penetró en mi cabeza. Vi el enorme ventanal con los tres últimos
vidrios que quedaban firmes. Los vi estallar y convertirse en millones de
estrellas. Ahora, el inmenso y formidable ventanal era un perfecto esqueleto.
Quitándose el pelo de la frente, Martínez seguía ante mí con su mano extendida.
Me había olvidado de agradecerle la revista. Gracias, Martínez. Nos volveremos
a encontrar, pensé con seguridad. Pero bien dicen que a “seguro” se lo llevaron
preso…
Muchos años
después los diarios me devolverían su imagen. Lo único que se empieza desde
arriba es el pozo. Las cejas ya no estaban llenas de asombro, pero el pelo
seguía rebelde sobre la frente. El epígrafe aclaraba: hampón abatido por la
policía.
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