“EL
GRAN HOTEL BUDAPEST”
Por
Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com
Lejos
de preferir reproducir el mundo sensato, de fidedigna réplica realista, el
director Wes Anderson, siempre fiel a sí mismo, construye su filmografía con la
elaborada impertinencia e imprudencia de aquellos que intentan desestabilizar
el lugar común o la solemnidad de las verdades. El pintoresquismo resuelto de
sus historias tiene la gracia, el humor melancólico de pintar el mundo con una
paleta pletórica, alucinante por donde se la mire. “El gran hotel Budapest” (“The
Grand Budapest Hotel”) es una película de generoso placer visual, contada a
través de las voces de los protagonistas, en un espiral fabuloso que va desde
el presente hacia un pasado casi mítico o legendario. La cámara toma las
escenas sin timidez, haciendo notar su presencia en ese artificioso escenario montado
con la desfachatez de un director que parece querer darnos a entender que todo
eso que estamos viendo es un gran espectáculo, dirigido y sincronizado a su
antojo.
En
el año 1932 el Gran Budapest resplandecía
glamourosamente en las altísimas
cimas de las montañas nevadas del imaginario Zubrowka. Habitaciones con lujosas comodidades y personal solícito,
eran parte de una oferta absolutamente tentadora para los más opulentos
ciudadanos. Las elegantes damas octogenarias acudían embelesadas al inmenso
hotel, no solo por sus magníficas instalaciones sino porque allí las aguardaba
el trato atento del conserje Gustave
(un estupendo Ralph Fiennes), quien se entregaba a ellas en cuerpo y alma. El
distinguido porte del mayordomo, sus refinados modales parecían proceder de una
extinta época; en los momentos más complicados siempre tenía una endulzada
poesía para recitar, su sensibilidad de hombre desplazado temporalmente lo
hacía recaer en el cursi verso para hacer pública sus impresiones. Como
contrafigura está el joven inexperto Zero
(Tony Revolori), el nuevo botones, un inmigrante con un pasado doloroso y
una vivaz mirada. Ambos, maestro y aprendiz, casi sin querer, vivirán todo tipo
de peripecias: escapes de penitenciarias, robos, persecuciones sensacionales.
Esa mutua compañía trascenderá las relaciones meramente laborales, hasta
convertirse en una cómplice amistad sellada en la confianza, la admiración y la
confidencia entre seres honestos. Entonces, están los “buenos”, los compasivos,
pero también están los “malos”, hijos despechados que contratan asesinos
despiadados, soldados fascistas funcionales a una inminente guerra, amenazando
la paz de esa región lejana.
El
dramatismo de las situaciones, la decadencia del presente se resuelve, muchas
veces, a través de la ejecución perfecta de un cómico gag con delirante precisión.
Colaborando con el enredo argumental, el absurdo es otro recurso gracioso al
momento de contar, acá no hay carcajada retumbante sino un andar risueño.
“El gran hotel Budapest” es un film de
estilizada ejecución, una puesta en escena que rememora los procedimientos
teatrales tradicionales: uso expresivo de la iluminación, composición exacta de
cada acto. El color preeminente de las secuencias individuales reproduce
simbólicamente el espíritu del ambiente: el rosa pastel de un romanticismo
goloso, o el blanco y negro de la desgracia. Aun así, el guión no cede a una
estratégica frivolidad, todo lo contrario, se impone la ternura, la afectividad
de seres solitarios que se descubren y encuentran, convirtiéndose en compinches
amigos, interesados oyentes, amores para toda la vida.
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