La pintora



Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Últimos kilómetros. Según el pronóstico de la radio del lugar, la esperaba un día espléndido y el sol a su favor.
Ya estaba ahí, aprovechó para bajar el vidrio del auto y respirar ese aire característico del mar, un aroma que no se puede explicar con palabras, hay que sentirlo.
Atrás habían quedado los libros, el trabajo, los atriles y los cuadros, el telar y las macetas.
Con una marcha más lenta y relajada decidió bajar del coche antes de llegar al hotel para estrenar sus ojos con el paisaje y regocijar su espíritu. Y así sorprendida y sumergida ante tanta hermosura, cielo y mar, mar y cielo, sólo dos elementos tan simples pero tan bellos le hicieron bailar el alma.
Lo menos que podía hacer era correr hacia la playa como muestra de su gratitud, y así lo hizo. Emprendió el trayecto en trote lánguido y algo torpe y llegó en carrera con el pecho agitado y el corazón latiéndole estremecido.
Volaron sus zapatillas gastadas y aunque el agua estaba fría quería sentirla por sí misma. Con un largo chapoteo rozó el mar por primera vez, él le respondió el saludo con un oleaje suave como una caricia, trayéndole de regalo un collar de espuma.
Ya más serena pero con la ansiedad de saber que le deparaban esas pequeñas vacaciones, Elisa se secó los pies, volvió a calzarse y caminó unos metros por la arena hasta un pequeño muelle que cansado de recibir viajeros, mostraba las grietas de la madera algo envejecida y desgastada por el sol.
El sol de la mañana le daba de lleno en la cara y ella cerraba los ojos y abría los brazos para recibirlo, se sentó en la escalera y con una mano en el mentón como quien se sienta a pensar, pasó un largo rato mirando el horizonte, respirando el aire, disfrutando los colores de todo lo que había allí; quién sabe qué soñaba, una pintura nueva, memorizando colores tal vez.
Después de un rato, se puso de pie y con su mochila al hombro y los jeans gastados, emprendió el retorno conduciendo hacia la hostería. Dio unas vueltas por la ciudad para indagarla. Ya llegando a una callecita angosta y en bajada hacia el mar, descubrió el lugar donde se hospedaría el resto de los días.
Bajó el equipaje y solicitó su habitación. Llave en mano llegó hasta la puerta y advirtió el calorcito que provenía de un hogar ultramoderno encendido y custodiado por una enorme y mullida alfombra que no tardó en probar.
Las paredes de un color terracota, el techo de madera con tirantes de los que se desprendía un farol que daba una impronta entre rústica y sofisticada, la cama enorme con respaldar de hierro, los pisos de baldosas prolijamente enceradas, y un desayuno digno de la realeza listo para ser degustado, solo para ella.
No tardó en sentarse y saborear cada una de las cosas ricas que allí le deparaban. Alguien llamó a la puerta. Se levantó para ver quién era capaz de interrumpir semejante banquete. Al abrir vio a una mujer cancina que le dio la bienvenida entregándole a la vez una invitación para tomar el té esa misma tarde. La insistencia de la señora no dio oportunidad a la negativa, así que fijaron hora y luego se despidieron hasta la cita.
Entre suspiros y el aroma a sahumerio fue llegando el descanso de la siesta y al final de esta, la intrigante merienda.
Fue así que casi a las cinco de la tarde las desconocidas se reunieron en el comedor de la hostería, para charlar vaya a saber de qué.
Un aroma a té y tostadas venía desde la cocina, por fin la mujer apareció con una bandeja para dos. “Esta es la mermelada casera”, le dijo tendiéndole en la mano una tostada todavía humeante; “la hago yo”, agrego. Elisa no tardó en entrar en confianza y enseguida le contó sobre sus pinturas. La mujer emocionada le dijo que ella también pintaba y así entablaron una linda charla que se hizo cotidiana.
Pasaron los días y el retorno era inminente. Antes de irse se despidieron con la promesa de volver a encontrarse la temporada siguiente. Elisa le entregó a su nueva amiga una pintura, la viejita emocionada le prometió a cambio unos dulces para que la recordara de vuelta a la cuidad y sin esperar un segundo más, tomó clavo y martillo y colgó la tela en el mejor lugar de la posada. Así fue el cuadro testigo de charlas, de soledades, de amaneceres con la marea baja y días de lluvia con olor a café.
En la temporada siguiente, la pintora volvió al lugar  para quedarse unos días. La viejita ya no estaba, pero había dejado su impronta en cada una de las paredes terracota. El cuadro que más le llamó la atención a Elisa era uno donde dos mujeres estaban sentadas en el muelle, descalzas mirando al mar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario