Por Carina
Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
La
lluvia cae sin piedad sobre los vidrios que parecen querer ganar la batalla tan
sólo con resistir la embestida.
Implacable,
de repente el agua cambia el color del día, volviéndolo gris, despuntando
nostalgias, convenciéndonos con su golpeteo rítmico que aquí está, y que eso es
bueno.
El
agua aparece casi como una bienaventuranza, aunque nos moje y nos haga
desviarnos del rumbo elegido, nos lleva a buscar el refugio más cercano o a
permitir que nos alcance, en una actitud mezcla de resignación y oculto placer
infantil.
“Llego desde el centro de tu
vientre a esta vida, con el llanto y la ceguera que ella misma impone”, nos dice Pastoral en una
canción. Ese vientre que nos cobija durante nueve meses sumergidos en líquido
que nos protege y acuna, en un equilibrio que nos permite empezar a ser con el
cuerpo.
Mucho
tuvo que pasar para que ese vientre se transforme en posibilitador de vida,
porque ese “tu” de que habla la canción, corresponde al lugar de la madre. Es
ella la que acepta transformaciones en su cuerpo, algo de lo que ni siquiera
puede dar cuenta de cómo será, si como lo soñamos, como nos cuentan los libros
o como las malintencionadas mujeres dicen de las complicaciones de algunos casos…
Pero no importa, nada importa más en esos meses que la posibilidad de ayudar a
crecer a ese ser que va tomando fuerza… y forma. “Sé que respirando solo viviré durando hasta que mi cuerpo tome forma
verdadera”, sigue la canción.
Es
que mucho antes de poder ser mamá con el cuerpo, también lo social instaura
desde el juego simbólico, casi un mandato para la mujer: se la insta a ser
madre, comenzando con las hermosas muñecas que, de poder “hablar”, la llamarán
mamá; y llegando a los bebotes casi perfectos en forma y textura, que deberían
ir generando el deseo de serlo. Cochecitos, pañales, chupetes y mamaderas cada
vez más similares a lo real, parecerían querer ir marcando un camino ineludible.
La
madre es el primer objeto de amor del bebé, ella es quien lo alimenta, lo
cuida, lo toca, lo higieniza, es ella quien lo nombra y lo cobija. Es ella
quien, desde su cuerpo podrá alimentar a ese bebé que se está constituyendo…
Aquella
que el tango inmortalizó, la misma que la inconfundible voz de Pappo hizo
eterna en los oídos: “Nadie se atreva a
tocar a mi vieja, porque mi vieja, es lo más grande que hay”. Aquella que
amamos con locura y por momentos “detestamos” con la misma intensidad. Aquella
que tan perfectamente retrató el famoso “cuento de la lechuza”, que ve a los
hijos como a los más bellos del bosque y que salvaría de cualquier peligro que
acechara al retoño de su sangre…
“Y
sentir mis huesos quietos no querer quedarse y
querer que mi nombre suene impresionante y
abrir mis ojos que nunca supe que estaban, para
atrapar las luces con solo mirarlas. Hoy que fácil nos es crecer cuando no queremos mirar que vivir no es sólo respirar”, la letra de la canción de Pastoral,
sigue resonando en mis oídos, como dictándome desde los recuerdos peñeros, el
relato pasaje a la vida, donde dejamos el medio perfectamente acuoso del
vientre materno para “pagar” el precio de estar vivos, que se hace más fácil
cuando reconforta la dulce melodía que va mucho más allá de cualquier
pretendida afinación, el arrullo inconfundible de la madre que acuna…
“Y
pasar por el colegio y la secundaria y
cerrar mi mente a todo lo que sea farsa, ver sangrar mi cara por haber gritado fuerte y saber más tarde que siempre algo se
aprende. Hoy el ayer me queda
lejos y veo que estoy creciendo cuando atrás va quedando atrás tan atrás...”
Así
termina el tema, el de la canción que tomé prestada, y el del texto, cuando
todo se va transformando, cuando el crecimiento nos aleja de la infancia en
donde todo parece doler menos porque tenemos la opción de correr hacia los
brazos inconmensurablemente abiertos de mamá, a la que aprendemos a amar más
allá de cualquier diferencia…
El
calor de ese abrazo que seguimos buscando toda la vida, como al “soplido
curador” de cualquier herida infligida, como a esas cosas que nunca se
alcanzan, nos lleva a encontrar refugio en la tristeza y dolor, volviendo a la
posición fetal en el “útero de trapo” que representa la cama.
Pero
todavía te tengo acá, mami, con el reclamo de que nunca te nombré en mis textos.
Así crecida, siendo yo hoy la mamá de tu primer nieto, aprendiendo a ser madre
e hija todos los días, aceptando que el tiempo pasa, y no se queda quieto,
transformando cada día vivencias y saberes. Así te acepto y te quiero, desde lo
mejor de cada una.
Sigo
robando letra hoy, ahora a Los Nocheros, y desde ellos a todas las madres de mi
vida, Nenecha, Elisa, ángeles-madres que fui encontrando; y a vos: “Aún siento tu mano aquí sobre mi frente, para
calmar mi pena y cualquier dolor, cuando
te necesito siempre estás presente, mi
mundo se transforma al oír tu voz… Mamá,
mamá, es tanto lo que tú me das, es una deuda tierna, amorosa, eterna, imposible de
pagar”.
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