Por Verónica Ojeda
veronicaojeda48@hotmail.com
Tres campanadas
marcaban la hora. El andar de la bicicleta, calmo, pedaleaba a un ritmo suave y
placentero como pocas veces. Se dejaban oír algunos ruidos propios de la hora -la
hora de la siesta-, las voces de algunos chicos, el andar de algunos caminantes
de pieles ya tostadas fieles a la rutina diaria. El chillido de la bicicleta,
ya medio cansada; faltaban unas pocas cuadras para llegar. El paisaje urbano
devolvía una nueva perspectiva, los árboles de las calles ya brotados, el
follaje hambriento de primaveras suaves y de cálidos soles. Una brisa
pretendida a modo de oasis que pegaba en el rostro y sosegaba el ímpetu del
sol.
Doblo dos a la
derecha y una la izquierda, como había memorizado la cabeza, y ahí estaba la
casa de la tal señora que no recuerdo el nombre. Bajé de la bicicleta, miré la
dirección para corroborar, era allí. No me decidía entre golpear la puerta y
golpear las manos como se usa acá en el pueblo, linda costumbre por cierto.
Pero me detuve y
no opté por ninguna de las dos sino por quedarme muda y pegar la oreja a la
puerta, sonaba una melodía de piano -no sabría decir si desafinado o no, pero me
pareció tan linda que deseaba que no terminara nunca-; los últimos acordes me
dieron el permiso de golpear.
Me abrió la puerta
la tal señora, entrada en años, de cabellos blancos y unos ojos transparentes y
claros como el agua clara de la canción, algunas arrugas y otras marcas de
felicidad. Me invitó a pasar para ver el patiecito del que habíamos hablado por
teléfono, entré. Me recibió una mampara de esas antiguas como quedan pocas, con
vidrios de colores y todo, en una galería larga y llena de plantas de interior
que convivían con libros, discos -pude ver algunos de pasada de algún
violinista-, algunos objetos que se notaban añejos pero queridos, un piso de
baldosas formando juegos de colores. Una radio en AM que se escuchaba apenas.
Más adelante en el
exterior, comenzaba el patio con un piso de ladrillos, muchos helechos, ese
olor fresco a humedad. Un techo que se disputaban una parra y una glicina. Ese
lugar hablaba de muchas cosas, mi ojo entrenado académicamente permitía ir
haciendo alguna trama que luego comprobaría en el relato.
Había mucho de
nostálgico allí, las rosas color té perfumadas, bailando una danza peligrosa
mezcla de belleza y dolor, atrapadas entre espinas. Clivias, vanidosas bajo la
sombra húmeda de una pared medio desvencijada por el tiempo, contaban de la
perseverancia. El césped verde parecía como si nunca lo hubieran estrenado con
pisadas. El cuidado prodigado a los lirios bebiendo agua del estanque, algunos,
los de estación, florecidos, y otros a la espera.
La enredadera
prendida a la pared, enamorada del muro, no podía ser otra sino esa. Podía ver
el amor en sus ojos a medida que la mujer narraba el cómo y el cuándo de cada
una de ellas. Todo era casi perfecto; un jardín nostálgico de alguna historia
romántica como pocas, que no me atreví a preguntar, aunque después de casi dos
horas que hablamos y en las que disfruté haber ido a ese lugar, me contó de la
guerra, de su Europa y su soldado, de su amor desolado.
¿Qué podría
sugerir yo?, si era un lugar perfecto… ¿Que quite las rosas? ¿Que guarde sus
flores, la humedad, los discos?
Sólo le sugerí que
se atreviera a pisar el césped, descalza mirando el sol.
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