Por
Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
Somos con el otro, y desde ese lugar,
no habrá auriculares que puedan con el diálogo, celulares que puedan con una
mirada, ni computadoras que puedan con el calor de un abrazo. Más o menos así
terminaba mi texto anterior.
El 20 de julio de 1969, apenas Neil Armstrong
puso su pie izquierdo en la Luna, el profesor de filosofía, músico y odontólogo
argentino Enrique Ernesto Febbraro, se sentó a escribir mil cartas (obtuvo 700
respuestas) a más de cien países para instaurar aquella fecha como el día
internacional de la amistad, ya que por primera vez en la historia, la especie
humana estaba unida.
Somos soñadores, y guiados por las
emociones de lo que queremos creer, nacen episodios como éste. Imagino que no
son muchas las personas que se cuestionen el porqué se festeja ese día de julio
el día del amigo, ni tampoco desde qué lugar nuestro Febbraro sintió que la
especie humana estaba unida, mucho menos si el primer alunizaje fue real o no…
Pero en eso de tratar de ser
protagonistas y primeros en algo, no hay quien nos gane… Ellos pisaron primero
la Luna; nosotros fuimos los primeros en instaurar el día del amigo. ¿Qué tal?
Una semana antes, empezamos a
descubrir que los comercios comienzan a cambiar su imagen y se llenan de
“chucherías”, que se convertirán en “presentes” para regalar en esa fecha,
porque: “es una pavada, ¿viste? Pero si no compro nada, quedo mal con la que me
trajo algo…”
Los bares y restaurantes, llenos, por
supuesto, agradeciendo a Armstrong y desde ahora también a Febbraro semejante
proeza, que les permite tener reservas desde un mes atrás.
Por no contar sobre los eventos que se
organizan para agrupar desde la música, baile y alcohol, a muchas personas que
ese día, se sienten amigos de todos, aunque ni los conozcan…
Los celulares, prendidos fuego,
colapsan. Se arman promociones para que nadie se quede sin la posibilidad de
saludar al otro, se crean emoticones para la ocasión, y una ansiedad
generalizada va creciendo a la espera de “ese” mensaje.
Todos nos convertimos en seres buenos,
amigos del universo. El “hola” o el “buenos días” se transforma en un
entusiasta “¡¡¡Feliz día del amigo!!!”, a todos o casi todos.
Siempre sentí un respeto absoluto por
la amistad, que no me permite responder un “Gracias, igualmente”, si no lo
siento así. Hasta el año pasado, en que una compañera de estudio me dio su
apreciación. Ella dice que saluda no por considerarlos amigos suyos, sino a la
figura. Esa persona, seguramente, será amiga de alguien…
¿Y el que no? ¿Y el que se derrumba detrás del vidrio al
ver cómo pasan bandadas parlanchinas hacia un lugar de supuesta alegría? Si lo
elije, todo bien; pero si no, una nube gris se posa como recuerdo del cruel
fantasma que acecha sin piedad: la soledad.
Agrupaciones humanas, conjuntos de
personas, muchos… ¿amigos?; no tantos, si se entiende desde el lugar de la
incondicionalidad, del no reproche, del saber que el otro está sosteniéndonos
más allá de la distancia física, de la alegría infinita ante el encuentro, de
la falta de mezquindad, de sentirse simbólicamente de la mano por la vida.
Soy afortunada. Pude escribir este
último párrafo pensando en mis amigos, logrando definirnos casi como la
canción: “Éramos y somos, como se dice, simplemente amigos”.
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