Por Alejandra Tenaglia
Avanza la tarde. En
la cocina, Sara corta fruta. La fruta cae en un fuentón que apenas empieza a cubrirse.
Tiene tarea para rato. A pesar del invierno y de las tortas que ya tiene
listas, quiere ofrecer también su famosa ensalada casera, a la que agregará
helado en la copa de cada invitado. Así le gusta a ella, como le gusta el cumplir
años. Y festejarlo, conjuntamente con familiares y amigos. Así lo ha decidido
para sus 40, unirlos a todos en una sola reunión y que se relacionen como
puedan. A determinada edad hay que dejar de preocuparse por cómo se sentirán
los demás y ocuparse de una misma, cada uno sabrá qué hacer con su existencia,
piensa Sara mientras afirma con la cabeza como dándose a sí misma la razón.
Cierto es que se
trata de una ocasión que hace de la facilidad que tiene Sara para el lagrimeo,
una verdadera exageración. No es que sea una de esas lloronas que podríamos
llamar, ostentosas. Ni impúdica. Ni mucho menos por elección. No le gusta
llorar ni mucho menos que la vean llorar. Es por eso que ha debido retirarse a
las corridas más de una vez de los más variados lugares. La pobre aprieta las
lágrimas todo lo que puede y hace malabares para distraerse e impedir el
derrame, pero llega un momento en que no puede más, entonces busca presurosa
algún rinconcito que le permita la intimidad. Luego toma aire, respira profundo
dos o tres veces, seca sus mejillas y sus ojos, parpadea rápido conteniendo el
pensamiento, y regresa. Ya tantas veces se ha repetido el periplo que aún no
entiende cómo no logra controlarlo. Las más de las veces es un gesto, una
palabra o un simple hecho ejecutado por un otro conocido o circunstancialmente
a su alcance, lo que le emociona la mirada hasta rebalsarla. Y claro que
también las historias aglutinadas en páginas de libros o proyectadas en una
pantalla, le hacen estallar la emoción, ya fuera que se identifique con lo que
los personajes reflejan o simplemente compartiendo la alegría o tristeza que
los embarga, por esa especie de solidaridad sentimental que cada tanto algo nos
despierta. No está de más aclarar que también Sara es propietaria de hondos dolores
encallados para toda la eternidad, esos que erupcionados más que asomar por los
ojos, anudan la garganta, obligan a tragar con dificultad y uno sabe que debe
ponerse rapidito a hacer algo. Como ahora, que Sara pela y corta. Pela y corta.
Pela y corta sin darse casi cuenta de ese ir y venir que vuelto sombra en la
pared que la escolta, parece la tarea de una tejedora. Ir y venir que por momentos
se detiene, pues Sara se queda con los codos apoyados en la mesa, el cuchillo
apuntando al cielo y la otra mano como descansando, pero enseguida recuerda lo
que estaba haciendo y retoma la tarea. Es que, como suele suceder cuando el
calendario anuncia el aniversario de nuestro natalicio, Sara está repasando un
poco su vida, la ocurrida y la que vendrá, también el futuro se puede repasar. Se
le viene a la cabeza su último cumpleaños, por esa inevitable comparación que
hace surgir comentarios del estilo: “pensar que el año pasado… y ahora…”,
resulte el cotejo bueno o malo. Pero en este instante, Sara ha de estar con un recuerdo
bonito –de los que reactualizan la felicidad que en su momento procuraron-, ya
que sonríe con una mezcla de picardía y vergüenza en la mirada. Pero vergüenza de
la linda, la que siempre llevan un poco consigo las personas tímidas, y los
enamorados cuando hablan de su amor que de tan enorme les aterciopela traviesamente
las mejillas de rojo, y la de los padres cuando un hijo les hace un cariño.
¿Qué será lo que le ha llenado a Sara el rostro de alegría? Vaya, cuánta
entidad puede tener el rememorar, si ustedes pudieran verla se darían cuenta de
que no exagero ni un poquito. ¿Recordará un encuentro, un acierto, una charla,
un perdón, un rato de diversión de esos que tienen el mágico efecto de hacernos
sentir unidos a toda la humanidad? ¿O será la canción que suena en la radio que
le trae enhebrado un rostro, un momento, ciertas sensaciones esenciales? Atención,
se le ha borrado la media sonrisa, algo eclipsó su mirada. ¿Quizás un recuerdo
de los otros…? O tal vez no sea un ir para atrás lo que le arrebató el fresco
gesto, sino lo porvenir, potencial o certero, como esa ausencia que, más allá
de transitar siempre por los laberintos internos de Sara, se sienta fervientemente
y con toda su corpulencia en la bendita mesa de cualquier evento.
La pera se le
escapa de las manos y se estrella contra el piso. Mientras pasa el trapo,
intenta retomar su soliloquio mental. Piensa en que este último año ha tomado
buenas decisiones -qué maravilla sentir sus efectos aliviando tensiones como sucede
con quien descarga la bolsa que transporta en su espalda-, y también malas, que
permitieron no obstante el camino, y la experiencia, y la necesidad de
modificar. Ahora parece estar revisando el futuro potencial, porque el rostro
se le ha llenado de sueños. Qué facultad estupenda nos ha sido dada, de ir
delineando en el aire lo que pretendemos alcanzar. Dan ganas de preguntarle en
qué está pensando, por dónde anda trotando su imaginación; para que nos contagie
su fervor…
Viva la intensidad, dice en voz alta, solucionado el problemita del piso
resbaladizo por restos de pera y vuelta a su trabajo frente al fuentón, que ya está
cubierto hasta la mitad. Viva la
intensidad, repite contenta. Quién sabe qué la llevó a esa celebración. Acelera
el ritmo de su trabajo. Y mientras pela y corta, pela y corta, pela y corta con
más velocidad, mira en su derredor, como queriendo ir adelantando otros
menesteres necesarios para que todo esté listo al llegar los invitados. La ropa
que se pondrá, ya está estirada sobre su cama. Mira el reloj colgado en lo alto
de la pared. Hay tiempo suficiente. Vuelve a sonreír, pero ahora lo hace de
oreja a oreja, amplia y completamente, y en voz bien alta, casi gritándose,
dice esta vez: ¡Feliz 40 Sarita!
¿Es necesario que
les cuente que agregó a la sonrisa que aún continúa, un buen montón de gruesas
lágrimas? La pucha que estar vivo es una continua ocasión, para festejar hasta
el llanto...
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