DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA
Por Julieta Nardone
La obra cumbre de Miguel de Cervantes
(1547-1616), no necesita presentación. Resulta familiar e inmensamente humana;
y esto se debe sobre todo a sus personajes: esa pareja inmortal -el caballero
largo, etéreo y afectado junto a su escudero rústico y retacón-, cabalga en el
imaginario de todos, incluso de los que nunca han leído sus audaces y
disparatadas aventuras. Los inconfundibles Don Quijote y Sancho Panza
sintetizan dos actitudes, dos miradas antagónicas pero que se llegan a tocar, a
contagiar e influir; implicándose mutuamente a fuerza de afecto e ilusión.
Es cierto que la trama del libro es
susceptible de resumirse en dos líneas: un hombre apasionado por los libros de
caballerías termina deschavetado cuando le da por creer que es un caballero
andante; y tal es su empecinamiento que parte buscando aventuras con el ideal
de ajusticiar a los más desvalidos, hasta que, obligado a regresar, enferma y,
paradójicamente, recobra el juicio y muere. Si contamos el final es porque es
una historia sin intriga. Sin embargo, a medida que pasan los capítulos, el dúo
crece, muda roles, gana autonomía, se transforma a través del diálogo y el
apoyo incondicional a cada paso del camino. Don Quijote aprende a contemplar lo
elemental, las necesidades del cuerpo y de un corazón simple gracias a Sancho,
y éste poco a poco se involucra activamente en la tarea quijotesca de transfigurar
lo más doméstico y trivial en épico.
Entonces, el dislate que convierte a
Alonso Quijano en Don Quijote no sólo va “des-realizando”, desvirtuando al
entorno y a los otros, sino que además tiene el milagroso poder de acercar dos
almas heterogéneas. Una amistad consolidada en el pacto de rebeldía y fe que
alcanza hasta la mismísima orilla de la muerte.
Unidos, aunque casi siempre en
desacuerdo, experimentan aquello que refiere la poeta Beatriz Vallejo: “junto a
la aparente realidad, la real ilusión”. Allí, quizás, en ese vivir poético
palpita la esencia del vínculo entre estos viejos conocidos, amo y escudero, quienes
han pasado la prueba del tiempo para volverse atemporal, y germinar descomunal
e infinitamente en el arenal de lo mítico.
Sancho, en su lengua colorida y
fresca, así expresa la simbiosis entre ellos: "Este mi amo, por mil señales, he
visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy
más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que
dice: 'Dime con quién andas, decirte he quién eres', y el otro de 'No con quien
naces, sino con quien paces.'"
Y el Don Quijote opina: “Sancho Panza
es uno de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante:
tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo
causa no pequeño contento; tiene malicias que le condenan por bellaco, y
descuidos que le condenan por bobo; duda de todo y créelo todo; cuando pienso
que se va a despeñar de tonto, sale con unas discreciones que le levantan al
cielo. Finalmente yo no le trocaría con otro escudero…”
El intercambio de palabras entre
ellos, el diálogo espontáneo, es lo más vivo y animado del libro; y
posiblemente la razón elemental de que El
Don Quijote de Cervantes sea, además de parodia y crítica, una historia
generadora de felicidad.
“Que
el melancólico se mueva a risa, que el risueño la acreciente, dice el
prólogo de la Primera
parte; nos involucra a los lectores en la dicha de asumir las reglas del juego,
el “hacer como si” con la naturalidad propia de los chicos. Resulta muy difícil
no creer en estos personajes, no dejarse llevar, girando, incansables, de
descalabro en descalabro.
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