Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com
Esta mañana me desperté con un aroma que me resultó familiar, y una imagen en mi cabeza traída del algún recuerdo o perdida en un revoltijo de sueños de esos en donde se mezclan las personas, la edad, el tiempo y los lugares.
Me encuentro parada en un jardín, tratando de ubicarme, luchando entre el sueño y la realidad, recorro un breve trayecto que tiene como destino una pequeña galería que era el lugar en donde mi abuelo solía sentarse en su silla de paja a la tarde después de su siesta para vigilar que los insectos y pájaros no se adueñaran de las uvas, la parra que albergaba momentos de mate, charla con los vecinos y parentela alrededor de la mesa de piedra.
En ese lugar había varias macetas improvisadas, hechas con latas que mi abuela usaba para prender gajos, que nunca regalaba, plantas que ya casi no se ven.
Unos pasos más adelante, yendo hacia la calle, estaba el jardín, donde había plantas de naranjas que comíamos en invierno y una palmera muy gorda en donde se albergaba rodeándola muy cómodo, un rosal de un color fucsia muy brillante y con flores también anaranjadas, que eran la envidia de las demás vecinas del barrio; cada tanto alguna iba a parar a un vasito de agua sobre el mármol del aparador, escoltando la frutera de vidrio azul, la que revolvía para ver si encontraba un caramelito de maní con chocolate. La nostalgia me hace ir por las ramas, como me dijo una amiga hace unos días…
¡Las zinias!, que entrado el otoño emergían del suelo una al ladito de la otra haciendo una gran mancha de color. Rosa mística o Flor de papel así le llaman también. Viuditas, elegantes de movimiento grácil, de color bordó aterciopelado… De todas se juntaban las semillas en una bolsita de trapo cosida a mano, para resembrarlas al año siguiente. Plantas de abuelas, Charol, Helechos, la infaltable ruda sobre la reja de entrada… Si nos sentábamos cerca salíamos espantados del olor, con los chicos de la cuadra… A su lado el membrillero de jardín, con sus flores color salmón que por los días de invierno eran las estrellas del lugar, ofreciendo sus ramas puntiagudas y sus brotes brillantes, temerosos de salir por la helada. A algunas plantas había que taparlas por el frío; valía todo, nylon, telas, pero preservarlas era indispensable y el riego infaltable.
También recuerdo los lirios, algunas violetas que se acomodaban al pie para reparo y tomar la humedad. Tengo la imagen muy presente de mi paso con la bici y mi abuela sacando yuyitos con el delantal puesto, saludándome con la mano en la frente para protegerse del reflejo del sol.
Ya no están, ni la casa de 9 de julio 1523, ni el alero con la parra, ni la silla de paja. Pero todo eso y los rosales, los aromas, las no me olvides, todo quedó grabado en mis recuerdos felices de la niñez.
Mis abuelos hace rato que ya partieron, pero al pasar cada vez por aquella cuadra, suelo mirar y a veces logro ver el jardín, las rejitas blancas, el caminito hacia la puerta de entrada que se abre lentamente y es entonces que la realidad me llama…
Al pasado y su gente hay que dejarlos marchar, pero ello no impide atesorar los buenos recuerdos que nos han podido brindar.
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