Por
Mariano Fernández
marianoobservador@gmail.com
A Claudio, siempre en el corazón.
Al Mono, el primero.
Claudio
vivía en Martínez. Tenía un corazón tan grande como débil. Fumaba y maldecía
demasiado, y además, corría detrás de cuanto vencimiento hubiese, y cuando no lidiaba
con la economía del país y de su pequeña empresa, lo hacía con River. Empezaba
cualquier charla con un insulto a su interlocutor y una carcajada. A Claudio lo
elegí. Al Mono no, pero lo hubiera elegido de tener que hacerlo. Al Monito me
lo dio la vida; ni siquiera tengo recuerdos de haber sido hijo único. Está desde
que tengo uso de la razón, siempre, en cada una de las aventuras que emprendo.
Fue el primer compañero y aprendimos juntos casi todo. Después vinieron otros, a
demoler clichés, o a confirmarlos.
“Que
se cuentan con los dedos de la mano”, “que somos nosotros mismos en otro cuero”,
“que están allí siempre”. A través de la experiencia, va uno luego comprobando la
veracidad o la falacia de estas máximas; usted sabrá cuál es cuál en su haber.
Así,
me fui cruzando con algunos entrañables personajes que, en algunos casos
incomprensiblemente, se transformaron en camaradas. Lo que sí está presente en
todos los casos, es cierto componente de epopeya. De enfrentarse a la
adversidad, salir más o menos airosos y celebrarlo; o por el contrario,
repartir el peso del dolor y la frustración entre dos o más. Esperar hasta el
término de las lides románticas del galán, en una desierta garita, con el frío
calando los huesos. Aguantarle la razón a alguno, aunque los equivocados parados
en frente sean varios -generalmente demasiados- y estén dispuestos a saldar la
deuda de honor con sus puños. Ser rescatado, evacuado, en una situación
indecorosa. Oír la verdad impía y desoladora, y que se transforme en una certeza absoluta, porque para que nos mientan
ya hay pocas vacantes disponibles. Estar más o menos ahí cuando parte algún ser
querido, o se pianta una novia; no para llorar juntos sino para poner el hombro
y sólo si es necesario. Ser cómplice y guardián de los secretos más terribles y
de los más estúpidos también, con la responsabilidad que eso conlleva.
Así,
por lo menos yo, fui forjando mis amistades. Buscando al resto de los
mosqueteros, para compartir el vino, la miseria, las penas y el botín; y
encontrándolos en los lugares más disímiles.
No
importa cómo sean, si hablan bien el castellano, dónde o cuándo nacieron, si
estamos juntos en este viaje. Juntos, en el corazón. Tan cursi como suena. Es que
así es este tema, que ni siquiera hace necesaria la proximidad física; estén en
Río, en las afueras de Milán, en Mendoza o Bahía Blanca, al este o al oeste del
planeta, los llevamos con nosotros a cada paso, sabiendo que acudirían al
llamado si fuera necesario, si el mundo fuera más chico, si la vida fuera más
justa, más larga o simplemente, mas fácil. Si se pudiera volver de la muerte.
Así,
tan así de fuerte es el lazo, que ni el final puede romper lo que la vida ha
unido.
Claudio
falleció un par de febreros atrás. Le falló el corazón, de tanto dar. Unas
semanas antes de morir me llamó y me dijo: te quiero mucho loquito. Eso que los
hombres no nos animamos a decirnos, el gordo me lo dijo. Yo también lo quería; toda
mi vida lo voy a querer. Y la pucha que extraño sus puteadas…
Alejandro
Dolina afirmó en repetidas ocasiones que todo lo que hacemos los humanos
varones es para levantarnos minas. El axioma fue modificado por el Negro
Fontanarrosa, que dijo que en verdad, todo lo hacemos para contárselo a los
amigos. El autor original de la frase, reconoció el acierto magistral del
entrañable canalla. Esa es la magnitud que le atribuyen estos dos desfachatados
a la amistad, con la que humildemente, estoy de acuerdo.
Atraviesa
la mismísima muerte, y ahí seguís brindando por el que no está, como yo lo hago
por Claudito. Con mucha fortuna te acompaña desde la cuna, porque un hermano es
el primer amigo; o conocés gracias a él la hermandad, porque un amigo es el
hermano que elegimos.
Así,
desde el comienzo o desde el encuentro, se convierte en uno de los motivos de muchos
de los actos de nuestras vidas. ¿Lo sabrá?
Es
que, si bien las palabras son a veces sólo eso -sílabas enganchadas que se
desvanecen en el aire-, yo soy de usar con sumo cuidado a algunas de ellas, no
por amarretear sentimientos sino por cuidar su significado. Esa exclusividad
que encierra a la virtud. Y vaya si la palabra “amigo” lleva en su seno esa
mágica mezcla que la convierte en una de las más bellas del diccionario. Por
eso, mi modesto consejo es: úsela sólo cuando sea necesario, todo lo que pueda.
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