HEMNGWAY, SINATRA, Y EL ANIMAL MÁS BELLO DEL MUNDO
Por Enrique Medina
Ava Gardner nace el 24 de diciembre de 1922 y muere el 25 de enero de 1990. Vivió 67 años con la misma rapidez que un fósforo tarda en apagarse. Como si hubiese sabido de antemano el tiempo del que dispondría, disfrutó el amor con un hambre descomunal. Con algunos amantes hasta llegó a casarse: el actor Mickey Rooney, el “enano de oro”; el músico Artie Shaw, el “caballero del clarinete”; y el cantante Frank Sinatra, “la voz de los ojos azules”. Apodo va y apodo viene, ella no se salvó de la costumbre de los motes: cuando filmó “Los Asesinos”, los publicistas de la Metro Goldwyn Mayer le hallaron el que la identificó para siempre: “el animal más bello del mundo”. Ella odió esa guarangada, tanto que apenas terminó su contrato se alejó de la empresa que la había lanzado al estrellato. De todas sus relaciones, la más turbulenta fue la sostenida con Sinatra. Sacaron la licencia de matrimonio al día siguiente de él haber conseguido su divorcio. Ella fue acusada de destroza-hogares por la prensa. Se peleaban, se separaban y volvían a juntarse cuando él intentaba el suicidio. Ella abortó dos veces porque se negaba a convertirse en una convencional ama de casa. Por fin, luego de 6 años lo abandonó. Sinatra, en lugar de suicidarse decidió horizontalizar a cuanta mujer se le cruzara en el camino a la inmortalidad. Con este esfuerzo se gana el apodo de “el Tarzán de los dormitorios”. Hubo desniveles en el siguiente catálogo de amantes de ella, millonarios y taumaturgos, pilas de compañeros de reparto (costumbre tradicional en Hollywood, “ya que estamos”…), directores, toreros, mafiosos y otras confusiones de parejas que en su momento alimentaron las revistas del espectáculo internacional. Entre los menos destacados estuvo Hemingway, a quien consideraba como su talismán por el hecho de que ella había alcanzado el éxito gracias a ser él el autor del relato en el que se basaba dicha película. Esta dependencia cabalística hizo que durante años fueran amantes furtivos muy a las perdidas y muy a los rajes ya que además de que cada uno tenía su pareja formal también debían ganarse el sustento de cada día. La época en la que se vieron más seguido fue cuando se filmó “Las Nieves del Kilimanjaro”, donde él había pedido que la incluyeran. Cuando le preguntaron a Hemingway qué le había parecido la película, dijo que le había gustado mucho Ava Gardner y una hiena que paseaba por allí. Para entonces él ya estaba metido de cabeza en la depresión y el alcoholismo, comenzaba a declinar físicamente y tenía que reforzar su machismo con los toros y las armas. El Viagra aún no era un proyecto ni de lejos, así que el naufragio dijo presente y nunca se fue. Hemingway siempre había guardado una foto de ella, sentada en una mesa redonda y una turbia lámpara iluminándola como a una virgen del pecado. Le cautivaba mucho esa foto. Ella también quiso tener una de él. Y luego del amor lo fotografió casi de sorpresa. Lo enfocó cuando bravuconeaba con el escopetón, como si en realidad estuviera apuntándole a ella con la pija, aunque el rostro de él dijera otra cosa. Cinco años después, ella participó en “Fiesta”, también sobre un libro de él, pero sin él. Hemingway estaba tratando de alejarse de todo, desayunaba con whisky y tenía la columna vertebral en rojo pleno, por lo que estaba condenado a escribir de pie no más de 10 minutos por otros 10 de descanso en movimiento, que los aprovechaba para beber con el pretexto de calmar el dolor. Ella también había entrado en la decadencia sin eufemismos: los españoles sabían que debían recorrer las tabernas a las que ella concurría, porque al final de la noche ella buscaba al que mejor le caía, lo señalaba con el dedo y se lo llevaba a la cama; teniendo que desaparecer de inmediato apenas terminara de cumplir con su papel. Pensando aquello de que “burro viejo no agarra trote”, en 1961 Hemingway se mete el escopetón en la boca y se vuela los sesos porque no soportaba ver esa cosa colgando al pedo. En 1969 ella se emplaza en Londres. El alcohol y el hundimiento la están matando. Aferrándose a las ramas que ya se quiebran, se sincera con el sufrimiento aceptando la realidad a la que, tontamente, siempre se había negado, y le escribe al gran hombre de su vida: “Amor, tirada de ayuda estoy…” Sinatra recibe el telegrama en plena actuación. Contiene el llanto y vuela a su lado, paga todas las cuentas, pone un avión privado a su disposición para que la atiendan médicos especialistas norteamericanos, y no se separa de ella. Asida a la mano de él, Ava Gardner le pide perdón por no haberle querido dar un hijo y muere como todos quisiéramos morir, durmiendo, y con el rostro sereno. Sinatra, partido en mil pedazos, le besa la frente, la boca. Debería avisarle a la enfermera que descansa en el cuarto contiguo, pero no. Como un autómata, para exigirse pensar, ordena objetos, ropa, cosas que se guarda en los bolsillos como si estuviera guardando pedazos de Ava. Encuentra una copia de la foto de Hemingway con el escopetón. La observa. Amaga romperla pero se contiene. Piensa. La guarda en el bolsillo. Después, antes de la ceremonia final, levantará la tapa del ataúd y la depositará en las manos de la muerta.
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