Contratapa Febrero 2012


Y EN EL SILENCIO, TU MÚSICA…

Por Carina Sicardi

 “Pido permiso, señores, porque este tango habla por mí, y mi voz entre sus sones dirán por qué canto así… tan triste”. La inconfundible voz de Julio Sosa, el varón del tango, sonaba en el programa radial matutino inundando el comedor de aquellas primeras horas de los días de mi infancia. Era tanto el respeto que infundía, que aun habiéndolo oído infinidad de veces, los ojos de mi padre tenían un dejo de tristeza y emoción; y yo, que desde pequeña había tratado de entender a ese hombre, intentaba memorizar los versos que acompañaban los inconfundibles acordes de La Cumparsita.
Y lo lograba, conseguía la mirada y el oído de mi viejo, sabiendo que, seguramente recibiría como recompensa el relato de una anécdota: “Dicen que esta grabación la hicieron en Firmat, para Roque Vassalli y Españita, con al acompañamiento del bandoneón del Colorado Ruíz”; yo le creía, y desde ese momento ya pasaba a ser una de mis verdades más queridas.
El calor agobiante del verano en curso hacía dificultosa la respiración, las conversaciones en voz baja rodeando la cama no auguraban buenas nuevas. En todo el año no las hubo, pero el tiempo se acortaba y la angustia ahogaba más que el sol abrazador del que todos se quejaban. Porque quizás la vida decidió que veinte años se resumieran en uno -reflejando la rapidez y voracidad con que decidiste transitarla, deteriorando tu cuerpo y tus expresiones pero no tu alma-, en ese hombre que hasta el final decidió aferrarse con uñas y dientes a la esperanza de pensar “que tal vez mañana…”
Cada rayito de sol que entraba por la ventana era el símbolo de que había vencido a los fantasmas de la noche y tenía un día más, aunque ello le representara una larga sucesión de dolores no mitigados ni por la más renombrada medicación ni por todo el cuidado que su médico y mi vieja le prodigaban.
La subjetividad del tiempo se presenta en su plenitud en cuanto comienzan signos de falta de salud. Es, en principio, una lenta sucesión de estudios que parecen no tener fin, más aún frente al resultado de los mismos, en el que esperamos con muchísima ansiedad la famosa palabra que determinará el desarrollo de los próximos ¿días, meses, años?...
No sé concretamente cuánto tarda el médico en leer el informe; de todas maneras, el tiempo se detiene, y la mirada ansiosa del paciente y/o los familiares, parece querer tener los conocimientos suficientes para entender hasta el más mínimo gesto del profesional que nos indique algo, lo que sea, que nos aleje de esa letanía. Hasta que, al fin, los ojos abandonan las páginas, y las miradas se encuentran: primero, lo más fácil, nos dicen todo lo que está bien; hasta que en un momento, aparece la palabra que no queríamos escuchar: pero…
Allí el tiempo transcurre rápidamente, desordenadas ideas se entrecruzan y se enlazan en un sinsentido inenarrable.
Diciembre del 2010 fue el comienzo de esta larga carrera con obstáculos, que tuvo un comienzo casi anunciado: Cáncer, así, con mayúscula, esa palabra que muchos de mis pacientes no se atreven ni siquiera a mencionar; la mala palabra, esa enfermedad mala, lo peor que nos pasó, el acorde final.
Ese es el punto en donde bruscamente nos detenemos, donde el camino se abre en varias direcciones, y no pocos cuestionamientos éticos hacen su aparición: el manejo de la verdad, las múltiples consultas para encontrar a alguien que nos diga lo que queremos escuchar… simplemente que se puede.
Porque, ¿qué es la vida sino una sucesión de días que se comienzan con un “se puede”?, aún sabiendo que, como bien lo indica una frase popular: “la muerte está tan segura de ganar la batalla que nos da toda una vida de ventaja”.
Y es en ese instante, en que mi papá y yo comenzamos a despedirnos, con muchas palabras, como siempre; y sin ellas, en compañía de un silencio cómplice, porque, como muchas veces me repetía, “nosotros nos entendemos con sólo mirarnos, somos de la misma madera”.
Los dos sabíamos que era el tramo final, por eso por momentos poníamos los pies pesados, para que el viento que nos empujaba sin cesar hasta el último minuto, se cansara y nos diera unos segundos más; nada, pero mucho si se sabe que ya nunca se repetirán.
Aunque fuera muy caro el precio que pagábamos -porque después del descanso soplaba con una fuerza incontrolable, traducida en infinitos momentos plagados de dolor-, seguía valiendo la pena, por escuchar otra palabra, las que hoy atesoro y aprieto muy cerca de mi corazón junto a los recuerdos más queridos.
En el anecdotario que fue su vida se entremezclan las alegrías y las penas, el sacrificio y la bohemia, pero siempre, siempre teñido por la pasión, aquello que  heredé junto con la música, el amor y la poesía.
Por eso, te escribo, Pa; porque aunque no tuve la valentía de despedirte como vos querías y merecías, cantando, hoy elijo cada palabra para transmitir el vacío que dejaste en ese pueblo lleno de silencio para mí, porque falta tu inconfundible silbido, tus programas radiales mañaneros, tu infinita sabiduría que aprendiste en la calle, tu fervor, tu quinta, tu vida.
Sí, ya lo sé, a los Cantores del Alba no les alcanzó con la voz del Tutu Campos y te pidieron que cantes con ellos; y los Wawancó necesitaban reforzar ese ritmo que te acompañó en las alegres noches de tu juventud. Enseñales la “Tambora de los morenos” como sólo vos supiste cantarla, papi querido. ¿Te acordás, no? “Las guitarras ya bordonean, las parejas bailando están, y en el barrio con voz alegre le van cantando al rey Baltasar”. Te la canté al oído, esa tarde en la que parecía que no estabas conmigo, cuando toda la ciencia aseguraba que no me escuchabas. Nosotros sabemos que sí… Quizás ahí debí decirte también, gracias por todo, y hasta siempre.


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