Agosto Mar adentro


CRÓNICA DE UN HOMBRE POBRE

Por Marina Moya / Lic. en Trabajo Social
marinamoyaj@hotmail.com

Luis tiene 45 años, nació en una familia humilde, fue el mayor de 5 hermanos. No terminó la escuela primaria porque debió empezar a rebuscárselas de alguna manera. Siguió la tradición familiar –que en el fondo lo persiguió como una maldición- y se dedicó a las changas, de esas que según como sea el tiempo o la cosecha, se consiguen o no. De esas que te dejan expuesto no sólo ante las inclemencias climáticas, sino también ante el patrón, los accidentes de trabajo, la falta de reconocimiento. Expuesto a la incertidumbre, con la única certeza del día en que se vive. Cuando la changa no venía de un otro, Luis se las ingeniaba para vivir de lo que la comunidad descartaba; juntaba para vender, vidrios y cartones. Más de una vez pudo comer de ese trabajo, que cumplía con la regularidad del feligrés que va a misa.
Se enamoró y se junto con una mujer que ya era madre de otros hijos, algunos de los cuales no crió. Como con los otros hombres, la mujer le dejó a Luis un hijo a cargo. Tuvieron “suerte” de vivir en una pequeña localidad que le dio la posibilidad de criarlo sin muchas exigencias y con ayuda del comedor, la Comuna, la caridad… Como Luis trabajaba en el campo de sol a sol y no tenía familia con quien dejar al niño, decidió llevarlo con él. La repitencia y el desfasaje respecto a los otros chicos en lo educativo, cultural y social, hizo que tanto padre como hijo, de a poco, dejaran de sostener la escolaridad como una obligatoriedad. ¿Desde qué autoridad moral podía reforzársele la responsabilidad a aquel hombre que crió solo a un niño desde los 2 años y que no encontraba la manera de dejarlo al ir a trabajar? Por lo cual su hijo, tampoco terminó la escuela primaria.
Vivían en una casa muy antigua –sino la más antigua del pueblo- que no era de propiedad de Luis aunque la habitó desde niño. Con piso de tierra, techo de chapa y tirantes de madera de esos que se cotizan hoy por la calidad del material, pero raídos. El baño afuera. Sin agua potable. Muebles heredados de alguna generación anterior. Datos que tiñen la vida de vulnerabilidad.
Todo ese presente era aún poco, en relación a lo que Luis iba a comenzar a padecer: una afección congénita que progresivamente lo conduciría a la ceguera.
Para no ahorrar males, la prolongada estadía en un hospital hizo que perdiera la vivienda, ya que los dueños del lugar, viendo lejana la posibilidad de su regreso, autorizaron a otra familia en condiciones similares de precariedad y urgidas de un techo, a instalarse en la casa.
Ya a cargo de una hermana en otra ciudad, sin muchas chances de trabajar, comenzó a peregrinar para gestionar una pensión no contributiva por invalidez. Ningún médico consentía en firmarla. El diagnóstico era afirmativo e invalidante, pero vaya uno a saber por qué extraño motivo resultó tan difícil terminar el trámite…
Luis quiso conseguir un trabajo que nunca halló. ¿Quién podría encargarle a un “ciego” trabajos manuales? En tanto en el pueblo, se comenzó con la división de la basura en origen, y posterior tratamiento de los residuos, eliminando de este modo la opción que le restaba de vivir del descarte.
Para cuando la pensión salió, Luis se había construido con chapas una casilla, el mobiliario había quedado en la antigua casa, y el hijo estaba a cargo de la Justicia Penal Juvenil.
Para cuando pudo comenzar a cobrar la pensión, ver con nitidez era un recuerdo lejano, no podía salir de mañana porque la luminosidad molestaba sus pupilas, y se habían bancarizado los beneficios previsionales. El cobro vino con un retroactivo que no pudo extraer no sé por qué minúsculo detalle técnico o administrativo.
Cuando me contó de la pensión y el abultado retroactivo, le dije alegremente: “¡Qué bueno! ¡Cómprate una cama!” Con una coherencia indestructible buscó enfocar en mí su casi apagada mirada y me contestó: “¿Para qué? Yo ya tengo una…” Refería a aquella de la tapera, que pasó seguramente de unos a otros y a la que, a pesar de los pesares, seguía sintiendo como propia sin haber perdido además, la ilusión de recuperarla.



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