Por
Sergio Galarza
sergiogalarza62@gmail.com
Diciembre suele ser un mes complicado.
La fiesta de Navidad trae alegría a las familias en las que hay niños, pues se suele
festejar con regalos y comilonas. El treinta y uno y primero de año, sin
embargo, son fechas difíciles. Si olvidamos que muchos parientes discuten
encendidos como fuegos de artificio, una ausencia reciente y querida suele
teñir de absurdo el mandato festivo del calendario.
Esta última palabra nos deja con la
astronomía. Suena lógico que no siempre supimos contar los días para recordar
un hecho o prever otros, tales como la llegada de una estación hostil o
favorable, porque los hombres y mujeres no nacimos con el tiempo, sino que él
nació de nosotros y, puestos a medirlo, buscamos en la naturaleza relojes cada
vez más exactos.
El primero fue la Luna, aún hay calendarios que
se basan en ella para medir el año. Estos tienen una equivalencia curiosa con
un hecho trascendente: la gestación, las nueve lunas. De igual modo perduran en
el almanaque las cuatro semanas del mes como espejo de las fases lunares:
nueva, creciente, llena y menguante.
Sin embargo, el concepto del año es
hijo del Sol. Es el periodo en que el astro retorna a un punto cualquiera sobre
el fondo del cielo. En la antigüedad –en Egipto- se medía ese periodo en
función de la estrella Sirio. El ciclo comenzaba con las crecidas del río Nilo,
las cuales garantizaban las cosechas. Los astrónomos instituyeron un año de
tres meses: Crecida, Siembra y Recolección. El mismo contaba 365 días y cada
cuatro años sumaban un día para corregir lo impreciso de dicha medida.
Cada pueblo de agricultores desarrolló
sus calendarios, unos más exactos que otros en función de su intelecto o
necedad. Es proverbial la exactitud de los calendarios maya y azteca, pero
quisiera salirme del tema para cerrar.
Hay un poema en que se habla de un
gato que vive fuera del tiempo. En efecto, los animales viven un presente
eterno pues desconocen la muerte y no necesitan recordar para saber: les basta
con el instinto. Por el contrario, los hombres somos animales que intuimos la
muerte y quizá para afirmarnos ante ella, es que recordamos. Es decir, vivimos
en el tiempo.
“Los
hombres inventaron el tiempo para
saber cuánto han vivido o les resta por vivir”, dice palabras más palabras
menos, el Martín Fierro de José Hernández.
En la película Fantasía un ratón inventa un ejército de escobas para que lo alivie
en su trabajo. Pronto, la invención se vuelve contra él, lo angustia, lo atrapa
y poco falta para que lo ahogue en un río.
La metáfora es perfecta: inventamos el
tiempo para que nos ayude a recordar y prever hechos útiles a la especie. En
base a esta herramienta nos convertimos en una sociedad que ha dominado el
mundo, aunque el río del tiempo nos ahogue.
Así visto, el tiempo sería esa naturaleza
que nos lleva hacia delante y nos quita lo que fuimos, nos roba lo que amamos y
nos aleja para siempre del origen. Somos muñecos de arena alzados en la playa,
a la espera de la ola que nos borre.
Pero esto pienso a veces, cuando me
siento viejo. Porque el tiempo también nos trae las personas preciosas y
queridas del futuro. El tiempo nos forma y modela y, si sabemos aceptarlo,
recibimos su fruto.
En el largo río en que nado ya dejé
atrás a mi padre y a muy buenos amigos, pero surfeo hoy bajo el sol hermoso de
diciembre con amigos nuevos, con mis hijos queridos y -casi un año, ya- con mi
nieto Leónidas.
Feliz año.
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