Parirse a sí mismo - Diciembre 2º



“EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA”



Por Julieta Nardone

El fundador de Macondo, el nombrador del amor en los tiempos del cólera, entre tantas otras historias inmortales, también nos entregó esta novela que irrumpe breve y copiosa como lluvia del trópico. García Márquez -Gabo para los amigos- no necesita demasiada presentación, basta con decir que es uno de los escritores de la mal llamada “periferia” o “tercer mundo” que más distinciones ha recibido y, además, la cara más visible del “realismo mágico”.
Se sabe que la pluma de este escritor colombiano expande el ámbito continental: su realidad y su posibilidad inabordable. Sin embargo, en el libro aquí sugerido, se encara el lado violento de la experiencia que se resiste a la verbalización directa, y la apuesta se da en la forma de un fragmento reducido, con múltiples densidades, que sintetiza y supone la totalidad humana.
El protagonista, un coronel anciano, lleva más de 15 años esperando una pensión por haber entregado su juventud a la patria, bajo las órdenes de Aureliano Buendía (uno de los futuros personajes de su gran obra Cien años de soledad). Todos los viernes repite en vano la misma actividad: sale a recibir la lancha que trae el correo al pueblo para, invariablemente, anoticiarse de su condición olvidada. Toda la situación es sofocante y de un determinismo duro, rígido: su hijo Agustín murió acribillado mientras repartía propaganda clandestina, su esposa enferma de asma, la pobreza poco a poco los obliga a desprenderse de los objetos de valor para poder subsistir. “Es la historia de siempre (...) Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros”.  Pero además, les ha quedado del hijo asesinado un gallo de riña que abre el conflicto en la pareja, ya que se debaten a diario entre venderlo para sobrevivir unos meses más, o en cambio, alimentarlo y cuidarlo como una última esperanza.
Como reflexiona Rama: el infierno es el presente siempre repetido, y el autor de esta historia nos lo insinúa a través de recortes poderosamente simples; con tal austeridad para la selección del acto, el gesto, la palabra que termina por apresar ese entorno singular, estático e impasible. Aunque es importante subrayar que sus personajes nunca -pero nunca- dejan de transmitir cierto vigor y graciosa ternura debido a la infatigable manera de buscar consuelo en medio de un típico pueblito colombiano relegado por la historia, sepultado en una triunfante eternidad que los torna imágenes del infierno (para decirlo con palabras del recién citado Ángel Rama).
Así, la miseria y la opresión se revelan como estado natural, costumbre. Presentimos cuál es la condición de los personajes en el hecho singular de que el calor, los mosquitos, la tormenta tropical, el régimen, el estado de sitio, son casi el mismo asunto: la atmósfera enrarecida de los que sobrevivieron a la violencia. Y como decíamos, en ese cuadro casi fatídico, no obstante, uno no para de comprobar la inercia vital y el tímido idealismo que los impulsa a seguir a pesar de todo: “Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”.
En este mundillo, incluso, cabe (y se magnifica por este mismo clima enrarecido) una suerte de alegría primitiva, una alegría de la piel. Contagiados, los lectores, seguimos línea a línea la estela de esa felicidad infantil avivada por el humor casto que impregna la palabra en diálogo; enfrentados a la evidencia de que todo final, por más definitivo o insuperable, obliga a recomenzar, a parirse en la revancha.







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