“EL CORONEL NO TIENE
QUIEN LE ESCRIBA”
Por
Julieta Nardone
El fundador de Macondo, el nombrador
del amor en los tiempos del cólera, entre tantas otras historias inmortales, también
nos entregó esta novela que irrumpe breve y copiosa como lluvia del trópico. García
Márquez -Gabo para los amigos- no necesita demasiada presentación, basta con
decir que es uno de los escritores de la mal llamada “periferia” o “tercer mundo”
que más distinciones ha recibido y, además, la cara más visible del “realismo
mágico”.
Se sabe que la pluma de este escritor
colombiano expande el ámbito continental: su realidad y su posibilidad
inabordable. Sin embargo, en el libro aquí sugerido, se encara el lado violento
de la experiencia que se resiste a la verbalización directa, y la apuesta se da
en la forma de un fragmento reducido, con múltiples densidades, que sintetiza y
supone la totalidad humana.
El protagonista, un coronel anciano,
lleva más de 15 años esperando una pensión por haber entregado su juventud a la
patria, bajo las órdenes de Aureliano Buendía (uno de los futuros personajes de
su gran obra Cien años de soledad). Todos
los viernes repite en vano la misma actividad: sale a recibir la lancha que
trae el correo al pueblo para, invariablemente, anoticiarse de su condición
olvidada. Toda la situación es sofocante y de un determinismo duro, rígido: su
hijo Agustín murió acribillado mientras repartía propaganda clandestina, su
esposa enferma de asma, la pobreza poco a poco los obliga a desprenderse de los
objetos de valor para poder subsistir. “Es
la historia de siempre (...) Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros”.
Pero además, les ha quedado del hijo
asesinado un gallo de riña que abre el conflicto en la pareja, ya que se
debaten a diario entre venderlo para sobrevivir unos meses más, o en cambio, alimentarlo
y cuidarlo como una última esperanza.
Como reflexiona Rama: el infierno es el presente siempre repetido,
y el autor de esta historia nos lo insinúa a través de recortes poderosamente
simples; con tal austeridad para la selección del acto, el gesto, la palabra
que termina por apresar ese entorno singular, estático e impasible. Aunque es importante
subrayar que sus personajes nunca -pero nunca- dejan de transmitir cierto vigor
y graciosa ternura debido a la infatigable manera de buscar consuelo en medio
de un típico pueblito colombiano relegado por la historia, sepultado en una triunfante eternidad que los torna imágenes del
infierno (para decirlo con palabras del recién citado Ángel Rama).
Así, la miseria y la opresión se
revelan como estado natural, costumbre. Presentimos cuál es la condición de los
personajes en el hecho singular de que el calor, los mosquitos, la tormenta
tropical, el régimen, el estado de sitio, son casi el mismo asunto: la atmósfera
enrarecida de los que sobrevivieron a la violencia. Y como decíamos, en ese
cuadro casi fatídico, no obstante, uno no para de comprobar la inercia vital y el
tímido idealismo que los impulsa a seguir a pesar de todo: “Los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los
alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”.
En este mundillo, incluso, cabe (y se
magnifica por este mismo clima enrarecido) una suerte de alegría primitiva, una
alegría de la piel. Contagiados, los
lectores, seguimos línea a línea la estela de esa felicidad infantil avivada
por el humor casto que impregna la palabra en diálogo; enfrentados a la evidencia
de que todo final, por más definitivo o insuperable, obliga a recomenzar, a
parirse en la revancha.
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