Por
Mariano Fernández
marionoobservador@gmail.com
Pero jamás volvió a ver a Peter Pan...
Y ahora yo les cuento sus cuentos a mis hijos, y ellos se los contarán a los
suyos… y así a través de los tiempos... Porque todos los niños crecen... menos
uno.
Svarog,
dios eslavo del cielo, es el protector de los viajeros. Desde que la mujer me
dio el prendedor, con la representación de la deidad surcando el cielo en un
carro tirado por caballos, y me dijo en un castellano tan malo como simpático:
“desde ahora te protegerá”, siempre lo llevé conmigo. Varios meses antes de
viajar y de este episodio, hablé con un tipo que me dio muy buena información
sobre los lugares que iba a visitar. Me apuntó la estatua de Peter Pan, el
líder de los niños perdidos, el que nunca envejeció y podía volar con sólo
pensar cosas agradables. A este tipo, me lo presentó el Viejo.
Unas
horas antes de partir, caminé ese par de cuadras para contrabandear un atado de
puchos y despedirme de él. “Que te pasen cosas”, me dijo. En eso resumía todo. La
vida era eso. Lo bueno, lo malo. Mientras cosas sucedan, estás vivo.
Le
decíamos así, Viejo o Jefe. Ambas en señal de respeto, que se había ganado. Eso
es algo que nunca entendieron los demás adultos: por qué lo respetábamos y
apreciábamos tanto. Es más simple de lo que algunos piensan. Para empezar, te
daba la mano fuerte, apretando, mientras te miraba a los ojos y sonreía.
Siempre. Cada vez que sacaba los Derby del bolsillo, sacudía el atado para
bajar el tabaco, y con unos golpecitos, extendiéndotelo, sin decir nada, te
invitaba. Repetía este ritual cada vez que iba a encender uno para él, que a
decir verdad, era a cada rato. Tenía la habilidad de maldecir de una manera muy
ingeniosa, y de cada blasfemia, lograr sonrisas. Amaba lo que amábamos los
pibes. La música, la libertad, las motos, la bohemia. Y odiaba lo mismo
también. Podía hablar de Marley, citar al Che, comentar el último disco de
Pantera o la compresión de una Husqvarna. ¿Cómo pretender entonces, que no lo quisiéramos?
Él era la prueba viviente de que la rebeldía no necesariamente tiene que
terminar con la madurez. Nosotros lo queríamos porque de grandes, queríamos ser
como él. No es que se llevara mal con las personas de su misma edad, pero la
franqueza brutal del Viejo era y es, algo que no todos resisten. Sólo con un
par, protagonizaba épicas partidas de ajedrez, con insultos a viva voz, y
apelativos que pretendían intimidar al rival.
Algunos
otros, que nunca lo conocieron, veían en el Viejo a una mala influencia. A
esos, les deseo que tengan la mitad del corazón del Jefe. Y la virtud de decir
la verdad, como él la tuvo. El joven que fui, jamás se molestaría en escribir
un homenaje a alguno de esos fantoches. Él era uno de los pocos adultos a quien
le podíamos creer cada palabra. Por eso podías verlo en cualquier bar, en cualquier mesa, rodeado de
la gente más dispar, de voz siempre disfónica y entrecanos dreadlocks, riendo y
haciendo reír. Odiaba la violencia que rodeaba el fútbol y logró lo que nadie
más pudo, reunir chicos de todos los colores. Me parece verlo, mil madrugadas,
en algún vehículo exótico, dando vueltas y parando para llevarnos a casa, a mí
y a mi novia.
Cuando
enfermó y se recluyó, la tenía muy clara, tanto como para saber que se acababa
el carretel. Estaba muriendo.
Se
fumó los últimos Derby en el hospital mismo y creo que lo enviaron a su casa un
poco por eso, y otro poco porque nada había para hacer. Pocos fueron a verlo, a
sabiendas de que no quería ser visto. Se tomó muy en serio lo de vivir rápido y
morir joven, y lo respetó a rajatablas. Siempre fue así de consecuente. Había
montado la leyenda, había vivido como pensaba, había desafiado lo que había que
desafiar, había cargado su corona de espinas, pero con la muerte es otra cosa.
El
día del funeral, los pibes de todos los barrios, de todas las edades, de todas
las tribus y de todos los clubes, fuimos en procesión a despedirlo y a
presentarles nuestras condolencias a su compañera y a su hermano. Vi muchas lágrimas
jóvenes. Le llevé el prendedor de Svarog y se lo dejé en el féretro. Ni se me
cruzaba por la mente que el Viejo iba a necesitar protección divina, al
contrario, si había un paraíso, allí iban a empezar las travesuras y los dioses
deberían estar precavidos. Pero quería que él lo tenga. Para presentar
credenciales, por si era necesario. Porque esa consigna, “que te pasen cosas”, había marcado mi vida desde hacía casi 15
años y quería agradecerle.
Mil
cosas me habían pasado, así viví. Y les voy a contar a mis hijos, las historias
del Viejo. No creo en que la muerte redima, pero si así fuera, no sería
necesario en este caso. Me avergüenzan aquellos que no se han atrevido a vivir
su vida por ocuparla en juzgar la de los otros.
Una
caravana de motos lo acompañó hasta el cementerio. Así despedimos los niños
perdidos a nuestro Peter Pan, de la tierra de nunca jamás. El que nunca
envejeció, que podía volar con sólo pensarlo, y a quien con cariño y respeto -dos
enormes sentimientos muy difíciles de lograr-, le decíamos Jefe.
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