Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización
Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com
Cómo empezar a relatar esta historia si ni
siquiera yo sé dónde comienza. Bueno, creo que más o menos así…
Recién caía la tarde, tarde fría de invierno
bien instalado, cuando despertó de la siesta que religiosamente hacía a diario,
refregándose los ojos y dando estirón de brazos inauguró el momento de trabajo
que, seguramente, lo iba a mantener en vela toda la noche o buena parte de
ella.
Se asomó a la ventana y miró a través del
vidrio medio empañado, como si buscara algo nuevo en esa vista que hacía unos
días, desde que había llegado a ese pueblo, era su horizonte, el que le iba a
traer la inspiración que andaba buscando hacía un tiempo. Se pasaba horas
mirando las montañas como pretendiendo grabar en su retina esa imagen, para
poder recordarla cuando estuviera lejos. Quizás pensaba en las musas bajando
desde la cima, deslizándose por los senderos cubiertos de nieve, bulliciosas, vivaces,
yendo a su encuentro. Era testigo de las puestas de sol, momento sagrado si lo
hay en el lugar, el astro parece no querer irse nunca y pincela la tierra de
rojos y rosas, hasta que al fin se oculta.
La pava chirriante pospuso el instante de
silencio, la hora del té con aromas frutados, emanando vapores dulces que
perfumaban todo el living creando el clima perfecto para el momento de la
escritura.
Sentándose en su sillón Thonet, acomodó el
almohadón, preparó su ordenador y cual pianista en pleno concierto, comenzó el
tipeo con un ritmo constante, y sin detenerse plasmó en aquellas páginas el
comienzo de lo que sería el final de su novela. Cada sonido de su teclado, cada
letra, cada pensamiento se le hacía cada vez más y más claro, la trama se iba
cerrando.
Pasaron tres días y con la serenidad y la
complacencia de quien ha logrado su propósito, nostálgico pero feliz,
preparó sus valijas para emprender el regreso a su ciudad, la ropa de abrigo,
algunos libros que le sirven de cimiento para las noches de duda e insomnio,
las pantuflas fundamentales e inspiradoras para el momento de trabajar, algunos
productos del lugar como para no perder la costumbre de sentir esos olores, el
pasaje.
Pasaron algunos meses y esa novela escrita
entre la vista de las sierras y el aroma a té frutado, tomó la forma de un
libro con ese perfume característico, mezcla de tinta y papel; en la tapa una
foto de aquel lugar, la misma que llevaba en su retina. Llegada la primavera
sintió la necesidad de volver al paraje que lo había inspirado, quiso
caminar por esas callecitas angostas y en pendiente, de arquitecturas
pintorescas, coloridas, ríos de piedras y donde el sol no quiere marcharse.
Algo que no sabía bien qué era, lo llevaba
nuevamente a ese lugar, posiblemente el comienzo de una nueva historia,
perfumada esta vez, quien sabe… ¿de canela y miel?
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