Por
Carina Sicardi / Psicóloga
casicardi@hotmail.com
La
casa se tiñe de fragmentos de silencios. Ese torbellino de palabras cruzadas,
de textos desordenados y superpuestos, de repente comienza a tener un orden.
Como un canon, esas canciones que parecen sencillas y que tienen comienzos y
finales en tiempos diferentes, formando una singular y bella melodía.
Así
entran en la vida los amigos en la infancia, irrumpiendo, sin pedir permiso,
con la simpleza de quien quiere compartir un momento, sin más. Y esa infancia -cuyas marcas escritas con tinta indeleble, van a
acompañarnos en nuestros días-, aparece ahora en el recuerdo, mientras la tarde
se duerme en el horizonte y la noche se presenta como esos pequeños amigos,
casi imperceptiblemente y sin golpear la puerta.
Es
que mucho antes del nacimiento, antes aún de lo que podríamos recordar, la
palabra inquieta, deseosa de ser garabateada, había empezado a delinear nuestro
destino… Cuando fuimos nombrados desde el deseo de aquellos que nos anteceden.
El
café humeante que entibia las manos frías de tanto invierno, despide un aroma
especial, reconfortante, que viaja en el tiempo y se detiene en la improvisada
mesa de la casa de mi abuela. Improvisada porque mi estatura, que nunca pasó
del segundo lugar en la fila del colegio, ameritaba en el cariño de la nona
transformar una silla en lujosa mesa que sostenía el mejor café con leche jamás
repetido por su exquisitez. Lo acompañaba con “bastoncitos de pan”, cortados
transversalmente con una exactitud que cualquier cortadora a láser envidiaría.
Los
aromas de la infancia tienen el sello de lo irrepetible. Sigo buscando los
domingos el olor de la salsa que acompañaba las infaltables pastas, llenas de tradición
de viejos y lejanos lugares cruzando el Atlántico; ese olor que inundaba la
casa y los patios de tierra recién barridos, que nunca más encontré. Recetas
que se heredan pero no logran repetirse, porque hay un ingrediente que se
perdió: el tiempo.
Ese
almuerzo dominguero comenzaba a planearse el día anterior, y mis pequeños años
de asomada nariz y puntitas de pies, eran testigos de la transformación de la
inmaculada harina, en tallarines hechos a mano, con los dedos pasando tan cerca
de un afilado cuchillo que se movía con rapidez y precisión asombrosas para mis
cinco años...
De
eso se trata. La infancia nos atraviesa desde un cúmulo de recuerdos a los que
la distancia de los días va enriqueciendo, mientras los aleja de la realidad.
Es que el recuerdo no es más que la reviviscencia de otro recuerdo anterior, de
tal modo que quizás el relato de nuestra niñez, sea la novela mejor contada de
nosotros mismos.
“Tengo esa nostalgia de
domingos por llover, de guitarra rota, de oxidado carrusel”, canta Víctor Heredia. Los
domingos parecen poner lentas y pesadas las horas. No sé si será porque aparece
como la resultante de tantas expectativas puestas como objetivo final de
semana, o porque ni siquiera sabemos qué esperamos que suceda ese día... Sí es
innegable, que las plazas rebalsan de colores y de gritos de alegría, de
familias dispuestas a llenar los pulmones de aire libre, quizás llevando
consigo no sólo a los chiquitos cercanos, sino al niño que fuimos. Será por eso
que no me avergüenza hamacarme con furia desafiando al viento, tal vez
retándolo a que me devuelva la inocencia perdida, los juegos compartidos, las
peleas “para toda la vida” que dolían como la más cruel de las verdades, pero
que duraban sólo un momento.
Por
aquellos tiempos todo estaba por descubrirse. Inmenso era el mundo espiado
desde la curiosidad, tratando de entender a los adultos, ensuciando cuellos por
detrás, de tanto mirar para arriba, sintiéndonos a veces más pequeños de lo que
éramos frente a tanto porvenir, y otras tan grandes que los sueños y fantasías
parecían desbordarnos, hasta convertirnos en aquellos superhéroes voladores y
siempre pero siempre vencedores de la maldad.
Por
aquellos días, los superhéroes también eran los padres, aquellos que no podían
permitir que nada malo nos pasara, que no dudaban en retar a una amiga que nos
hacía llorar, y transformaban desvencijadas maderas en improvisadas hamacas sin
el menor conocimiento de carpintería, convirtiéndola en la más linda, porque
nos llevaba tan cerca del cielo como del abrazo compartido cuando los pies
tocaban el suelo.
Por
aquellos días, bastaba con que los padres miraran debajo de la cama para que el
“monstruo” desapareciera. Y salíamos atrevidamente a descubrir el mundo desde
las más diversas aventuras porque sabíamos que teníamos un puerto seguro donde
volver.
Por
aquellos días y por siempre, espero y deseo para cada niño, la capacidad de
soñar, que nadie pueda quitarle las ilusiones, que lo dejen ser sin apurarlo,
que ninguno le cuente las cosas demasiado rápido (como al protagonista de “Mi
planta de naranja lima”); que siempre encuentre los brazos
sinceramente abiertos, que cobijan mucho más que cualquier manta; la mirada
habilitante pero sin falta de compromiso, que supera sin duda al gesto vacío
frente a una pc; la palabra que aliente sin mentir. Y que además, conserve los
sentidos abiertos y sin temor, para poder percibir la vida con emoción.
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