Un debate sobre la cultura



CÓMO ALENTAR LA PRIMAVERA

¿A qué se llama cultura? ¿Cómo se construye, vivencia y expresa? ¿Quiénes son sus portadores? ¿A quiénes representa? ¿Qué nos hace más o menos dependientes de lo extranjero? ¿Cuáles son los verdaderos signos de una cultura democrática y autóctona, libre y popular?

Por Anaclara Deluca
Integrante del equipo de Cátedra de Metodología y Técnicas de la Investigación II
Escuela de Antropología- Facultad de Humanidades y Artes - UNR

El amanecer de los bárbaros
La madrugada del viernes 12 de octubre de 1492, de seguro el calor nocturno aún seguía siendo implacable en aquellas isletas que estaban a horas de convertirse en americanas. Porque los europeos del siglo XV insistieron de todos modos en llamarle Nuevo Mundo a unas tierras tan viejas como el planeta y pobladas de manera intensa y constante desde hace por lo menos 10.000 años.
Así que cuando Rodrigo de Triana gritó “¡Tierra!”, explotaba el continente en una exuberancia étnica-cultural inabarcable.
La tierra fértil rebalsaba de maizales luminosos y en este cielo convivían los dioses del Sol y del Trueno, que no sabían de crucifixiones. Y mientras la Europa medieval y mugrienta sucumbía en un tercio de la población ante la peste negra que bailaba entre las ratas de los poblados feudales, de este lado del Atlántico los “brutos” de las Indias hacían explotar los índices de crecimiento demográfico. Poco importaron estos datos que los europeos de antaño bien corroboraron: sobre el mito de un nuevo mundo llamado americano, virgen e inexperto, pecador y profano, por tanto infantil y educable, por decantación justificablemente subyugable, se erigió la nueva era histórica de la Modernidad, hegemonizada por el dominio europeo. A menudo, el “Descubrimiento” de América es abordado a partir de las consecuencias político/económicas pasando por alto sus connotaciones morales, intelectuales y filosóficas. Siguiendo un poco este objetivo, el antropólogo francés Levi Strauss afirmaba que: “…de una manera imprevista y dramática, el descubrimiento del Nuevo Mundo forzó el enfrentamiento de dos humanidades, (…) extrañas desde el punto de vista de sus normas de vida material y espiritual”. Este hecho ontológico implicó un cimbronazo perturbador: el Dios de los cristianos no había advertido de la presencia del hombre americano, ni mucho menos había avisado que además, éste vivía en perfecta comunión entre el pecado, la desnudez, la abundancia alimentaria y la benevolencia climática del trópico. Por lo que, a la par de la rapiña y el saqueo económico que llevó a cabo la corona española, paralelamente a las matanzas, las vejaciones y el trabajo forzado al que se sometió a las poblaciones originarias, se fue gestando un cúmulo de pensamientos, concepciones y abordajes teórico/intelectuales que intentaron conjurar esta heterogeneidad de humanidades y que fueron germinando durante siglos hasta condensarse en la concepción por excelencia del pensamiento del evolucionismo social del siglo XIX: nutridos de las ideas biológicas de Darwin, una serie de pensadores definieron que a grandes rasgos, se podía pensar en culturales inferiores y superiores.

Gobernar es civilizar
El mundo de allí en más, estaría poblado de civilizados y bárbaros, como partes de una dicotomía institucionalizada intelectual y sociológicamente hablando: los unos europeos, blancos, del occidente capitalista cristiano/protestante; los otros, los no-europeos, indios, mestizos, negros, salvajes paganos, de economías primitivas pre-capitalistas. Los primeros serían los portadores del arte, la ciencia y la religión. El resto no serían más que un puñado de gentes supersticiosas, ignorantes de la razón y de la ciencia, sumidos en el universo mitológico y fabricantes de artesanías exóticas. Europa se constituyó de este modo en el proveedor de los íconos culturales civilizados: su música, su arte, sus modos de ser y de creer, en qué creer y a qué temer, sus modos de comer, de vestir y conocer el mundo y hasta su forma de amar, incluso, hasta sus modos de odiar y a quiénes odiar fueron extrapolados a todos los confines del planeta como el paradigma a seguir de todos aquellos que aspiraran a detentar humanidad. A la par de este rol de aleccionador cultural, las empresas coloniales de las principales potencias como Inglaterra, Holanda, Bélgica y Alemania se encargarían de arrancar materias primas de aquellos países diagnosticados como culturalmente atrasados pero convenientemente ricos en los recursos que exigía el impulso industrial de occidente. En este contexto, cuando nuestra América mestiza  del legado español comienza a transitar su propio proceso independentista y de conformación de Estados Nacionales, los debates que hegemonizaron los círculos de  intelectuales rondarán en estrategias que deberían llevar a cabo los gobiernos de turno para ser capaces de borrar el duro estigma bárbaro, el de la herencia hispana e indígena. A partir de allí, estaría allanado el camino para adentrarse en la marcha indefinida hacia el progreso que tendrá como corolario la vida civilizada y moderna que marcaba la experiencia de los países más avanzados de la Europa occidental, a saber, Inglaterra, Francia y Alemania.

De Sarmientos y Facundos
En nuestras adolescentes tierras argentinas, que aún no lograban una reorganización estable luego que los desbarajustes de mayo de 1810 acabaran con el orden colonial, surgirá un grupo de intelectuales que abordará este problema de la organización de un nuevo orden económico/político, pero también social y cultural.
En la denominada generación del ‘37 participará activamente un joven fuertemente permeado por el clima de ideas de la época  que comprenderá a la educación como una de las herramientas claves para lograr el ideal de civilización y de cultura occidental en nuestras tierras azotadas por la denominada barbarie gaucha e indígena. Domingo Faustino Sarmiento, no sólo fue padre del aula, su pluma también dio vida al “Facundo”, uno de los tratados sociológicos más importantes de nuestra literatura que se ensalza de un fuerte contenido colonizante y pro-extranjero, de aversión a la cultura autóctona, diversa y mestizada, propia del suelo que lo vio nacer. Tal es así, que este sanjuanino de tez mate cocido y nacido en un hogar pobre, ferviente admirador del modelo estadounidense, se despachaba sin tapujos en las páginas de un periódico de la época: ¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”.
Así las cosas, este  paradigma, escrito por estos intelectuales, fundaron los cimientos de la cultura dominante argentina. Arturo Jauretche a través de su sociología del estaño1 nos puso al tanto de nuestras zonceras cuando avisó que con la alternativa “Civilización o Barbarie” se dejaba a todo lo autóctono y lo popular relegado al ámbito de la No-cultura.

Lo autóctono y lo popular
Lo que parece un debate abstracto y de conferencias para entendidos, es más fácil de comprender si nos damos cuenta de lo peligroso de “relegar a lo autóctono y lo popular al ámbito de la No-cultura”, lo cual no es solamente negarle a los pobres el ingreso al Colón para el Cascanueces o elevar los costes de la entrada para una muestra de Rembrandt. También es negarles su capacidad de ser formadores y portadores de cultura, ya transformadores, ya creadores de la realidad en que están inmersos. O más aun, es también condenarles a ser productores, pero siempre y eternamente de objetos, nunca de símbolos, porque el mito de Civilizados y Bárbaros también divide entre quienes piensan y entre quienes sólo tienen manos para trabajar la tierra o en las máquinas, no para escribir lo que piensan.
Así, clara y rápidamente los ríos de tinta que escribieron Sarmiento o Alberdi, se entremezclaron con los ríos de sangre que dejó el exterminio indígena coronado por el presidente Roca. Se subestima a menudo el rol de la intelectualidad atrincherada en las bibliotecas de la historia, pero en parte, fueron sus palabras las que le despoblaron los indios al latifundio oligárquico. Fueron sus párrafos los que nos condenaron a la paralizante producción de materias primas que se desangran aun hoy en los puertos  del país mientras el noroeste o los conurbanos criollos y originarios se desnutren en los hospitales públicos sin recursos. Y es la réplica de sus obras, y la réplica de sus discursos, la que hoy arroja Qom a los suburbios de miseria de las grandes ciudades argentinas.

Colonizados
Por eso, nuestra cultura colonizada finalmente no acaba en los pequeños y molestos detalles de la “sajonización” del idioma o la permanencia de superhéroes vestidos con barras y estrellas en las repisas de los pibes argentinos. La Coca-Cola no nos hace más colonizados así como tampoco la multiplicación de la imagen de Ernesto Guevara nos salva del yugo del imperio.
La cultura colonizada es reflejo, se entrevera o permanece junto a una sociedad colonizada en su conjunto: un pueblo cuyos recursos naturales son expoliados indiscriminadamente por empresas de capital extranjero y en cuyos ferrocarriles se imprimen los sellos de la industria china, no puede pensar libremente su cultura. En ocasiones se piensa que descolonizar la cultura se resuelve con el ejercicio ilusorio  que sólo puede brindar una estrategia estética: sacar a Roca de la impresión de un  billete de 100 pesos que vale en realidad 10 dólares, nombrar escuelas como  “Malvinas Argentinas” mientras Inglaterra amplía la plataforma submarina de sus Falkland o festejar el 25 de mayo con un escenario poblado de toda la generación de Carabajales mientras la British Petroleoum extiende la posibilidad de las concesiones sobre el Yacimiento de Cerro Dragón hasta 2047.
Ciertamente, semejantes tácticas de orden superficial, a lo sumo pueden ayudar oportunamente a mejorar la imagen de tal o cual gobierno que intente preciarse de emancipador pero que no esté dispuesto para forjar una verdadera independencia ni en lo económico ni en lo político-cultural.

Alentar la primavera
“El que no cambia todo no cambia nada” y de lo que se trata es de construir finalmente una sociedad liberada, portadora de una cultura para esa liberación. Esa cultura no sólo tendrá que ver con abrir las puertas del teatro, los museos o el cine a las grandes mayorías, también tendrá que ser capaz de permitir a esas grandes mayorías  populares y relegadas, la posibilidad de hacer su aporte creador, con sus íconos, sus imágenes y concepciones universales, a una nueva cultura construida colectiva y democráticamente. “Que se abran cien flores” decía el presidente de la República Popular china, Mao Tse-Tung, durante los años de la única revolución cultural que vio nuestro planeta. Que se multipliquen por miles las ideas y corrientes de pensamiento, que compitan y se contradigan entre sí. Que critiquen los padres a los hijos y los hijos a los padres, los viejos a los jóvenes y viceversa, el pueblo a los políticos y los obreros a los patrones. Que debatan sus vínculos los varones y las mujeres. Que explote una primavera de vertientes del pensar, que interpreten el mundo siempre a favor de los excluidos y explotados, de los pobres, del subsuelo social: los incultos por decreto según el culturómetro de la burguesía.



[1]Se refería con esta metáfora al estaño del que estaban hechos los mostradores de los bares, intentando dar con ello lugar a la posibilidad de poder producir conocimientos a partir de la reflexión de lo cotidiano, lo no académico, reivindicando el saber y el conocimiento popular, del sentido común más allá de la instrucción institucionalizada que pueda portar un sujeto.

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