Cronistas de a pie Noviembre


DE TORTAS Y FAMAS

Por Ana Guerberof*

Acabo de regresar de un breve viaje a Santa Clara, en la soleada California, por motivos más laborales que vacacionales, aunque siempre se aprovecha para ahondar más en la vida del ¿caído? imperio y, a veces, tan solo reflexionar. Con la intención de pasar el fin de semana en San Francisco, una ciudad placentera y cosmopolita que invita a quedarse, tomé dos trenes (ya sabemos que el transporte público no es el punto fuerte de este país) que me llevaron por un amplio recorrido del Silicon Valley. A medida que se sucedían los “pueblos” por la ventana en movimiento, crecía mi impresión de que me encontraba ante una gran torta de cumpleaños o, mejor, de casamiento, de esas que uno compra ya hecha en la pastelería con un aspecto perfecto pero a la que le falta el sabor entrañable de tu casa, le falta alma. Después del segundo bocado de la torta ya estás empalagada, un pelín aburrida, y te ponés a pensar en aquellas que hacía tu mamá con dulce de leche que estaban riquísimas aunque sus bordes estuvieran un tanto quemados.
Coincidió mi visita con la muerte de Steve Jobs, de la cual me enteré, curiosamente, al consultar uno de los diarios digitales españoles. Yo estaba allí, al lado de Palo Alto, y el gran valle permanecía inmutable. Al margen de que Jobs fuese o no un genio, existen diversidad de opiniones, es indiscutible que era un personaje famoso en ese lugar donde me encontraba y que había muerto demasiado joven (ya, ya sé que la muerte no contempla la edad, pero en occidente ya nos estamos acostumbrado a muertes octogenarias). A mí me da que en esta modernidad líquida los acontecimientos importantes duran más bien poco y se ven reemplazados por los siguientes de la lista con una rapidez de vértigo. La muerte de Steve Jobs formó parte de la conversación unas horas y, al día siguiente, ya quedó enterrada (con perdón) y olvidada. A otra cosa, mariposa, ya a nadie le importaba. A la semana siguiente murió Dennis Ritchie, a quien se le atribuye la paternidad del lenguaje C y del sistema Unix, que no es poca cosa, más bien es la base de todo, y en este caso la repercusión mediática fue aún menor y más breve (como decía antes, la fama y el genio no van siempre unidos).
Ya decía el Quijote que la fama es una búsqueda vanidosa (¿de nuestros egos?) y que “por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado” pero que la gloria eterna es a la que se ha de aspirar, sobre todo si eres caballero andante, como él. Además, nos cuenta la magnitud de las bajezas que una serie de personajillos acometieron para alcanzar la fama y, de alguna manera, ser inmortales por el mero hecho de aproximarse a un genio. También Milan Kundera nos cuenta en su novela La inmortalidad hasta dónde se puede llegar en busca de nuestra propia trascendencia, como el caso de Bettina von Arnim, quien, siempre según Kundera, a través de su amistad epistolar con el poeta alemán Goethe busca su gloria inmortal.
Con el tiempo me he dado cuenta de que aspirar a la fama es similar al sentimiento de un niño pequeño ante un escaparate de miles de juguetes: le ilusiona poseerlos todos pero, a medida que se hace más grande, se da cuenta de que una vez conseguido el codiciado objetivo ese sentimiento eufórico pasará y que no hay nada que pueda compararse a jugar en casa del vecino de toda la vida. Recuerdo entonces a los fama de Cortázar que él relacionaba con los gerentes de bancos, los presidentes de repúblicas, la gente formal que necesitaba un orden y me aventuro a afirmar que los fama sólo alcanzaban la alegría al verse reflejados en la admiración de los otros. Me da el barrunto de que ser un fama es, aparte de solitario, un aburrimiento total, como la torta de casamiento del valle, y que es preferible ser un cronopio que es como la torta quemada con dulce de leche de tu mamá, menos opulenta, pero muchísimo más sabrosa.

* Argentina residente en España.

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