Guillermo
E. Mermoz
Se acercan las
elecciones. En cada punto de reunión, se reproducen resultados de encuestas,
perfiles de candidatos. Se oyen comentarios de chicanas, vendettas,
acusaciones. Claro está que, en todo relato, la ideología trasluce. Incluyendo
este texto. En mayor o menor medida, cada persona está atravesada por una forma
de pensar, de ver la vida. Podemos verla como un negociado, una sumatoria de
inversiones y resultados financieros, una lucha constante y cotidiana, una
epopeya. Obviamente, esas posiciones finalmente son las que nos predisponen a
hacer elecciones -si se acepta la redundancia-
en los comicios. De fondo cada uno está reproduciendo en este acto, la
posición que ha asumido en su vida. Un criterio bastante común, es el voto a la
persona. Hacemos la simple presunción, de que alguien de una moralidad que
aprobamos (en realidad, que compartimos), es la mejor alternativa para
dirigirnos. Alguien benévolo a nuestros ojos, es, entonces, por esa propia condición,
un potencial buen gobernante. La lógica transitiva de que alguien honesto,
trabajador, recto, será un gobernante honesto trabajador y recto, parece
superficialmente monolítica. Aunque inicialmente tiene rasgos de veracidad,
esta forma de entender una elección no tiene en cuenta el entorno que puede
generar el poder, corrompiendo lo incorruptible. Y algo más apreciable, aunque
no exclusivo de elecciones nacionales o
provinciales: ¿cómo podemos conocer a una persona que vive a cientos de
kilómetros, con la que nunca hablamos? Tendremos la imagen que el publicista de campaña quiere que veamos.
Incluso conoceremos a aquel que tenga los recursos monetarios que requiere
hacerse conocer. Y yendo más allá aún, quien contrate más espacios en los
medios y condicione así la independencia del mismo a los ingresos por pauta
publicitaria, contará con que el medio que aceptó “jugar” de ese modo, a su vez
oculte o muestre virtudes de acuerdo a las conveniencias. Ejemplo: los
analistas políticos atribuyen la buena performance de Francisco De Narváez en
las elecciones legislativas de 2009, en parte, a su aparición en un programa de
televisión de audiencia masiva.
En elecciones como las
locales, en pueblos pequeños como el nuestro, el conocimiento del candidato a
priori es un elemento influyente. Junto a otro factor, de proximidad, donde ese
candidato puede ser vecino, amigo, hincha del mismo equipo, padre del amigo de
mi hijo, y un largo etcétera. Se asume que el candidato cercano a alguno de
nuestros círculos, es el óptimo. Y podría haber algo de veracidad en torno a
esto. Aquellos con los que compartimos valores, intereses, cercanías; con los
que tenemos círculos comunes, de hecho serían los ideales para gobernarnos a “nosotros”. Pero, ¿debemos elegir de acuerdo a lo que “nosotros” necesitamos,
o de acuerdo a lo que sería mejor para un pueblo, una provincia, un país? No
sé, lo planteo. Y el partido al que el candidato pertenece, con su recorrido
histórico o no, ¿es importante? Y el proyecto o plataforma, ¿nos detenemos a
estudiarlo?
El mismo acto de votar,
es una elección. El no hacerlo, también es una elección. Son posiciones, ambas
igualmente respetables. Lo que es innegable, es que independientemente de los
motivos que nos movilicen y de que incluso, muchas veces, creamos estar
prisioneros de un sistema perverso, optar, elegir, es un privilegio. Levantando
una mano en una asamblea, en una elección de delegados gremiales, tildando un
casillero o introduciendo un sobre. Poder darnos el lujo de cualquiera de esas
formas, ha costado en este país algo de tiempo, y demasiada sangre. Por ello
quizás, merezca este texto de pensar la elección, antes de la elección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario