EL JUEGO DE LA
VIDA
Por
Alejandra Tenaglia
El aroma que desprendían los higos desde la
enorme olla sobre la cocina, mientras el dulce, parsimoniosamente, iba
formándose. El desayuno en la cama, con el que mi madre apuraba el despertar
matinal hacia el colegio. La toalla que mi abuela calentaba frente a la vieja
estufa a garrafa, lista para cubrirme con su calidez ni bien salía de la ducha.
Las peleas con mis hermanos mayores, para que me dejen seguirlos a todas partes
como siempre hacíamos los más chicos. Las tardes sentada en la alfombra frente
a la ventana, donde daba el solcito en invierno, encastrando ladrillitos que
hacían realidad casas de ensueño. Las corridas ya casi sin aliento, para lograr
hacer “pica” en el paredón de la esquina. La ropa desgarrada por trepar un
tapial, que me hacía adjudicataria de un reto al que respondía con mirada baja
y apretadito silencio. La rutina escolar, que me proveería tantos conocimientos
y amigos que gracias al cielo aún conservo. La práctica de un deporte en equipo,
con viajes y cánticos en el colectivo que nos llevaba a cada nuevo desafío. El
calorcito que irradiaba el cuerpo de mi madre, cuando apoyaba mi cabeza en su
falda. Las cosquillas con las que mi padre me dejaba sin aire, temerosa siempre
de morirme de risa, literalmente hablando. La emoción del primer matiné, con
ropa ceremoniosamente preparada una semana antes, y el deseo ferviente de que
el chico que lograba sonrojarme con su sola mirada, me sacara a bailar. El
cordón de la esquina de la plaza, donde el tiempo no existía y las obligaciones
eran tan solo volver a horario razonable y hacer las tareas. El primer
noviecito visitándome, bajo la mirada atenta y nunca muy amigable del pater
familia. El estirón que me dejó casi al final de la fila, flaquita, desgarbada
y admirando las curvas que se pronunciaban en mis amigas. Los libros que devoraba
en el escalón que hace de ingreso de mi casa. La Biblioteca del pueblo que me
proveía esos libros, frente a cuyos anaqueles se me aceleraba el corazón de
emoción al ver todo lo que por descubrir me restaba. El té con el que me
esperaba mi vecina Juanita, a la hora de la novela, con su mesa llena de telas,
sus manos habilidosas de costurera, y las revistas de las que me dejaba elegir
todos los vestidos que yo quisiera. Los viajes en auto hacia el pueblo de mis
abuelos, con mi viejo haciendo rally en el camino de tierra, mi mamá censurando
su despliegue de conductor demasiado apasionado, y el asiento trasero que nos
sobraba por todos lados, a pesar de ser tres en él. Las correcciones por hablar
mal, sentarme mal, contestar mal, hacerle mal a cualquiera; tanto es así que mi
hermano llegó un par de veces abollado a casa, y debieron entonces enseñarle
que para defenderse, sí estaba permitido pegar. Los juegos que vistos a la
distancia, dejan ver la semilla que contenían. Yo por ejemplo tenía una
obsesión por reelaborar la guía telefónica, con otro orden, más datos, distinta
letra; editaba, sin saber siquiera qué significaba esa palabra. El pensamiento
claro y férreo de querer ser grande para tener la libertad de hacer todo…
Aquí estamos ahora señores, con toda la
libertad que los mayores nos podemos procurar, si es que tenemos agallas para
ello. Porque siempre es fácil decir que somos prisioneros de esto o aquello,
para patear la culpa fuera de la cancha y no sentirnos responsables de lo
construido o dejado de lado.
Hace poco me dijeron: es raro ver que una
chica inteligente, sea a la vez tan ingenua. Al ritmo del truco, pensé en
silencio: paso y quiero. Porque el asombro, la espontaneidad y la simpleza, son
tan propias de la infancia como lo es la ropa chorreada con café con leche y la
desesperación por las milanesas con papas fritas.
El niño que fuimos, además de procurarnos una
enorme masa de recuerdos –algunos bellos, otros que han marcado las primeras
rajaduras de ese mágico mundo-, sigue latiendo en nosotros. Es sólo cuestión de
dejarlo ser, jugar, soñar, capitalizando en su favor lo que los años vividos
nos hayan podido enseñar. A esa chispa de aquel entonces, que asoma aún en las
miradas de los adultos que hoy somos, les digo Feliz Día del Niño. Y sin
vergüenza –vergüenza debe dar la corrupción y la injusticia-, y sin pudor
–pudor debe dar lastimar a sabiendas-, con los dados en la mano y los ojos
llenitos de ilusión, les deseo mucho juego y diversión en este enorme tablero en
el que día a día, cualquiera sea nuestra edad, jugamos nada más y nada menos,
que la vida misma.
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