¿DE
QUÉ ESTAMOS CANSADOS?
Por
Carina Sicardi
casicardi@hotmail.com
Cuando pensamos en vacacionar, lo primero
que surge -o me surge-, es detenerme en el significado… Como siempre, tratar de
ponerle palabras a los sentimientos… Ya no sé si es parte de mí o de la forma en
que veo la vida desde el oído que me permite mi lugar de terapeuta; pero allí
vamos: ¿Qué es vacacionar? Me vuelvo académica hoy: descanso temporal de una
actividad habitual.
Pero también recuerdo a Mafalda y a su
hermanito Guille, cuando entre ellos se da el siguiente diálogo: “Unos días más
y nos vamos de vacaciones, ¿para qué?” Ella responde entonces: “¡Para
descansar!” Y él, inocentemente, repregunta: “¿De qué estamos cansados?”
Una de las expresiones que más a
menudo escucho durante el día –y que también yo uso- es ésta: estoy cansado…
Y ya no es el cansancio físico el que
nos preocupa, que se resuelve con un reparador sueño al llegar la tan ansiada noche,
sino aquel que no parece tener un motivo aparente. Es el cansancio que tiene
que ver con la falta. Con aquello que creemos que nos falta…
Las vacaciones se disfrutan cuando
sentimos que nos las merecemos. Trabajamos todo el año y, entonces… ¡Premio mayor!
Nos dedicamos a disfrutarlas o, por lo menos, ponemos todo nuestro empeño en
que así suceda. Y sí, ¿quién no lograría ser feliz en tiempos sin horarios,
lugares paradisíacos, casi, casi, sin límites?
Logramos ser felices cuando nos
permitimos hacer cosas diferentes: gorros que señalaríamos como ridículos en
las calles barriales pasan a ser el accesorio indispensable; dietas estrictas
que enorgullecerían al más dedicado nutricionista son dejadas de lado para transformarnos
en muestrarios de degustación de comidas típicas, sin olvidarnos de las bebidas
pero sí de las calorías (¿las qué…?). Como diría Galeano, con el tiempo también
aceptamos los cinco kilos de más que traemos de las vacaciones… o algo así.
Casi casi nos olvidamos de contar:
minutos (hasta los más atrevidos dejan el fiel compañero reloj en el rincón del
cajón de las medias), monedas (economistas ya fuimos antes de embarcarnos),
años y pudores (desempolvamos la vieja y desteñida malla atrevida y… allí
vamos. Total, ¿quién nos conoce?).
Creo que ahí nos vamos acercando a la
cuestión: quizás nos tomamos vacaciones de ser nosotros mismos. ¿O será que nos
permitimos serlo allá lejos, donde creemos ingenuamente lo antes dicho, esto
es, que nadie nos conoce?
Aún así, cuando comenzamos a disfrutar
de tanta completud, cuando nuestros cuerpos se acostumbran al sol y las pieles
se adaptan, cuando ese encuentro casual se transforma en el príncipe esperado, cuando
ya nos acostumbramos a los -en principio extraños- nombres de los tragos de moda,
empezamos a sentir que algo nos falta…
De repente, la tan inmemorialmente
rechazada sopa materna, pasa a ser el manjar que no aparece ni en el más
afamado menú, porque no tiene precio. La cabeza necesita descansar sus sueños
en la almohada que secó nuestras lágrimas, mullida o bajita, pero nuestra. Necesitamos
recuperar nuestras vidas… Porque, como dijo una valiente amiga, quien mucho se
ausenta se arriesga a que lo olviden.
Ya no, la completud no existe, la
blanda arena que lame el mar, ahora es la que se entromete en mi sándwich; el
nuevo chico tiene mal aliento (o una novia que espera en otra punta del
camino); y el hermoso sombrero se transforma en un obstáculo entre el
acariciador viento de antaño (convertido hoy en el enemigo de la sombrilla) y
yo.
Volvamos… a la seguridad que nos dan
los límites acordados, a la casa que nos espera, al reloj que nos ayuda con ese
regular tiempo que no se detiene, a la historia que dejamos a medio escribir…
Volvamos… está sonando el timbre que
nos llama a disfrutar de una realidad que nos permita darnos cuenta que no
podemos huir de nosotros mismos, que la completud no existe, que siempre nos
falta algo…
Ojalá este momento que nos permite
compartir el texto, logre ser eso: unas pequeñas vacaciones del duro trajinar,
un descanso en el camino.
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