EL MAL PASO
Por
Enrique Medina
Sibila
dice que no se ve nada. Él le aclara que le hace trampa y, sorpresivamente,
prende las luces. Ella profiere un lozano gritito: ¡Qué lindo es! ¡Me
encanta!... ¡Y cuánto colorido!... ¡Qué hermosa cascada!... De verdad que sos
un artista… Él no cabe en sí de tanto orgullo. La toma de la mano y la lleva
por los caminitos de piedritas. La invita a sentarse en los sillones de mimbre
y le va señalando los sectores del jardín. Ella le dice que más que jardín es
un parque. Aquellos son el cedro del Himalaya, el roble y el olmo, debajo de él
duermo la siesta a veces. Y sigue Anías detallándole árboles, matas, flores, el
cuidado en podas, riegos y etcéteras con tal entusiasmo que se torna obsesivo,
pero al notar que ella se aburre le dice que le presentará sus perros. Silba.
Aparecen. Ella se pega un susto padre. Diabla emite unos mimitos y la
enternece. Acaricia la cabeza de los perros de policía y ellos jadean felices.
Traeré el whisky, dice él. ¿Con hielo?... Bueno, está bien. Él va a su cometido
y ella abre los ojos y sonríe como si estuviera ante el espejo de Dios. Con los
animales de guardaespaldas, Sibila pasea por los caminitos admirando el cuidado
de los canteros y la felicidad de plantas y flores por estar tan bien cuidadas.
Nota lo convenientemente ubicadas que están las luces para resaltar el lugar
como si el jardín fuese un cuadro de arte en una exposición. No lo duda, se
dice a sí misma: estoy dentro de un cuadro, por lo tanto soy eterna, y sonríe
pensando en lo que le contará a sus amigas. No se anima a entrar en los
canteros, pero hay una rosa tan bella, pero tan bella, que parece que la
estuviera mirando fijo para tentarla. La tienta. Así que se anima, total él no
se enojará. Pisa el cantero y cae sosteniéndose de un árbol. No está acostumbrada
a los tacos altos, sólo se los puso para él. Se sacude la pollera. Y va a
sentarse donde él la dejó. Pero se equivoca y agarra por otro caminito y la
iluminación cambia. Ya no es tan cinematográfica. Hay menos luz cerca de los altos
muros y los caminitos terminan sin gracia y la tierra se siente como preparada
para nuevas plantaciones… ¡Sibila!, la llama él. Y Diabla ladra para que él
sepa dónde están. Ella, ahora sí, guiándose por el llamado de él, con Satán y
Diabla a los costados, retorna encontrando el caminito correcto: Este jardín es
un parque, ¡por eso me perdí!, me parece que se me rompió el taco... Él se
disculpa por el mal momento. Le quita el zapato. No se rompió, sólo se aflojó
un poco. Te lo arreglo en un segundo. Sirve el whisky en los vasos con hielo y
brindan. Ya vengo. Y va hasta la casilla de las herramientas. Ella está dichosa
y convencida de que Dios aprieta pero no ahorca y de que las malas rachas, como
las que ha tenido en su complicada vida, siempre tienen fin; por ello es que el
cuerpo se le despliega y el rostro se le afloja radiante. Pasan los minutos y
él no regresa. Sibila se siente en tal estado de albedrío que, sin
proponérselo, casi como un gesto natural, libera su trenza y abre su pelo
dispuesta a entregarse a la plenitud del encanto que experimenta. Se abandona a
sí misma como si en ella convivieran multitud de mujeres aunadas en un único
deseo. Y, con sólo un calzado, a los saltitos se dirige a la casilla porque
siente que debe decírselo a él, porque fue él quien ha logrado este estado de
pureza y euforia en ella. Al abrir la puerta de la casilla siente el rechazo
del aire, un feo olor que la impugna. La luz no es bella ni estética, es turbia
y seca, apenas para cumplir con la necesidad que corresponde. En el preciso
instante en el que ella pone un pie en la casilla, él gira hacia la puerta
recién abierta y, como la única luz que hay lo refleja desde abajo, su rostro
se muestra distorsionado y grotesco, muy distinto al que ella requiere. Pero no
únicamente la luz le cambia el espíritu al rostro de Eustaquio Anías, también
es importante la imagen de ella, el enérgico golpe que le astilla a él el
hálito de emoción con todo su pelo enorme y angurriento a manera de mundo en
guerra y desplegado en red para atraparlo como a peces inocentes. Por eso es
que él sufre un espasmo incontrolable que lo altera y sacude impulsándolo a la
caricia que ese pelo de espuma y mar demanda con urgencia. Desubicada, ella
busca entender, constatar el pozo bajo sus pies y descubre lo que mira: horquillas,
azadas, palas, hachas, cizallas de varios tamaños, ese lustroso palo que en
películas norteamericanas golpea pelotas mandándolas al cielo, serruchos, y un
hombre ahora a contraluz que se acerca con un zapato de mujer, el suyo, en una
mano, y un martillo en la otra, murmurándole, amor… Temblando se mueve
Eustaquio Anías. No puede dejar de temblar porque ese pelo suelto que Sibila le
ofrece es como estar a la diestra de Dios, es ver cobrar vida a la escultura
que más ama. Sibila, impresionada, abre su boca prefigurando el grito de la
escultura, grito cuya modelo original, lo mismo que ella, jamás llegó a emitir.
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