VER PARA CREER
Por Marina Moya
marinamoyaj@hotmail.com
Ese parece ser
el slogan que cotiza en los juzgados, la policía y la opinión pública sobre los
casos de violencia familiar. La justicia necesita pruebas. La víctima se inmola
a la vista de todos para obtener una prueba, y una vez más para ser escuchada,
se expone en consonancia con sus marcas, soporta el silencio para darle crédito
a su palabra.
Las
organizaciones cifran, realizan estadísticas… Trabajar para hacer visible lo que
se esconde entre los “secretos de alcoba”.
Los
profesionales en las instituciones se desbordan. Trabajan fuera de regla y de
protocolo tratando de ingeniar una estrategia posible en un contexto adverso
donde en general la víctima no puede decidir y por ende en eso reside una de
las causas de su sumisión y su resistencia al cambio. La violencia ha sido un
proceso de años, ha sido un proceso… Una huella generacional y de género… La
violencia ha sido un aprendizaje de un aprestamiento al miedo. La voluntad fue
doblegada y la libertad de acción es una imaginaria posibilidad que espera allá
a lo lejos. Elegir forma parte de un cerrado número de opciones.
Sobre esta
mujer –sujeto partido- pesan sólo los “deberseres” de
esposa fiel y madre generosa como reza el sacramento. Y ante el incipiente
traspié de la rebelión, el macho vuelve a hacer pesar su decisión.
Existe una ley,
la Nº 26.485, “Ley de Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en
los ámbitos donde desarrollen sus relaciones interpersonales”, sancionada en marzo
del 2009, que significó un gran avance en la lucha por los derechos de las
mujeres. La ley buscó darle estatuto legal a situaciones que hasta entonces no
estaban visibilizadas como delitos para la sociedad: definiendo qué se entiende
por violencia contra la mujeres y enumerando los tipos (física, psíquica,
sexual, económica y patrimonial, simbólica), formas (doméstica, institucional,
laboral, contra la libertad reproductiva, obstétrica, mediática) y ámbitos en
los que se manifiesta. Reconociendo también como derecho el trato respetuoso
que no produzca la revictimización de la victima; y restando importancia al
tipo de relación o vínculo con el agresor. En su decreto reglamentario (Nº
1011/2010), cita “…implica un cambio de
paradigma en tanto aborda la temática de
la violencia de género desde una perspectiva infinitamente más amplia y
abarcativa de la que hasta ahora existía en la legislación argentina. Es una norma
que rebasa las fronteras de la violencia doméstica para avanzar en la
definitiva superación del modelo de dominación masculina…”
Por lo que se
pudo conocer en los últimos días, una nueva propuesta de ley llevada a la Cámara
de Senadores de la Nación por integrantes del FPV se formula como
complementaria a la ley 26.485 y plantea entre otras cosas ampliar la lista de
denunciantes e imponer sanciones a los funcionarios públicos que tomando
conocimiento de una situación, no realicen la denuncia.
Entiendo que el
debate legislativo es importante, que merecer la agenda nacional de los
senadores fortalece y que no debemos menospreciar todo lo que se presente
complementando la problemática, pero lo que vemos diariamente por TV –los
feminicidios de mujeres a manos de sus compañeros o ex compañeros- habla de
procesos jurídicos que de alguna forma comenzaron. Los protagonistas relatan que ya existían las
denuncias, que la víctima se encontraba separada del agresor, que ya pesaba
inclusive “prohibición de acercamiento”… Entonces si existe una ley, si está
reglamentada, si se realiza el procedimiento, pero la violencia aún persiste… Si
se denuncia, se juzga y la sentencia no se cumple… Si se interviene, se plantea
una estrategia, se acompaña, se asesora y aún así el vínculo se mantiene y la
dependencia se soporta… Entonces podemos tener las mejores leyes, los más
propicios denunciantes, las más rígidas sanciones, pero si no tenemos un convencimiento
colectivo sobre la igualdad de mujeres y varones, en algún eslabón de la cadena
el equilibrio se rompe.
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